miércoles, 15 de septiembre de 2010

32 - La cabeza (Capítulo 1 de 2)

Mientras observaba al policía, Samuel supo que no tenía salida posible. Nunca hasta ahora había estado seguro de nada, pero esta vez no había lugar a dudas, había metido el pié hasta el fondo. Y si aún le quedaba algo de esperanza de que todo el lío se resolviera satisfactoriamente, la cabeza medio putrefacta que lo miraba desde la mesa se ocupaba de volverle a la realidad. Esta vez la había cagado, la había cagado bien cagada.
La noticia ya había corrido por toda la ciudad y decenas de periodistas se apostaban en la puerta de la comisaría para fotografiar al “nuevo monstruo decapitador”, como ya se le conocía. Samuel, ajeno al ruido del exterior, intentaba sin éxito improvisar una excusa convincente para su mujer. No respondió a ninguna de las preguntas del inspector. Durante las cuatro horas que duró el interrogatorio no hizo más que mirar abstraído al suelo. El policía, agotado y frustrado, se levantó de la silla para marcharse. Se había convencido de que estaba ante una mente fría y criminal, y no se veía capacitado para desentrañar su oscura alma. Si al menos estuviera el inspector Contreras, se lamentaba el agente, él sí que sabría cómo sacarle la información, ese hombre es un genio. Cuando ya se encontraba frente a la puerta para salir de la sala de interrogatorios, Samuel le dijo entre lágrimas, por favor, no le digan nada a mi mujer, me matará si se entera.

Seis meses antes de aquello, Samuel era feliz. Era un aburrido peluquero de barrio de sesentaytantos con una vida rutinaria, unos hijos déspotas y una mujer seca y áspera como el esparto. Llevaba años planteándose la jubilación y hacía unos meses que se había decidido a colgar los peines y retirarse definitivamente, pero un extraño acontecimiento, un pequeño milagro, como el lo definió, cambió sus planes de improviso. Aquel “pequeño milagro” llegó en la forma de anciano enjuto y medio calvo.
Fue una tarde en la que la peluquería estaba vacía y Samuel aprovechaba la soledad para disfrutar de su adorado Nat King Cole a todo volumen en el equipo de música. Cuando el viejo entró Samuel lo saludó con la mejor de sus sonrisas. ¿Que desea caballero?, ¿un afeitado, quizá?, le dijo casi cantando sobre la melodía de Monalisa. Pues, si no le importa, me gustaría un buen corte de pelo, pero primero un lavado, respondió el cliente mientras se sentaba y apoyaba la cabeza en el lavadero. Un instante después de aquello, justo cuando Samuel apoyó sus dedos en el cráneo del anciano para enjuagarlo, un intenso placer lo invadió. Las yemas de sus dedos recorrieron toda su superficie, despacio, recreándose en sus formas, y casi inmediatamente descubrió que aquello que estaba palpando era perfecto. Sus dedos viajaron de este a oeste y de la parte más inferior del occipital hasta la superior del hueso frontal y no encontró la más ligera desviación, el mínimo bulto o anomalía. Era un cráneo inmaculado, puro, esférico. Era la belleza absoluta. Samuel acaba de conocer por primera vez la perfección, y después de casi setenta años rodeado de mediocridad, acariciar la cabeza de aquel viejo había sido el momento más hermoso de su vida. En ese momento pensó que aquella cabeza era la muestra de que Dios existía y de que no le había olvidado. Fue una epifanía. El primer instante de alegría en la vida del triste peluquero. Esa tarde se recreó en su trabajo como nunca, y disfrutó como nunca, y también hizo otra cosa que nunca antes había hecho, invitó al anciano al corte de pelo.
Por la noche llegó a casa muy contento y ni los reproches de su mujer, ni las exigencias de sus malcriados hijos, empañaron su ánimo. Era un hombre completo, realizado. Estaba convencido de que todos sus esfuerzos y sufrimientos habían valido la pena, todo lo recorrido en su vida le había llevado al magnífico premio de esa cabeza, ese hermoso objeto que pronto volvería a acariciar de nuevo.
En los días siguientes pasó de la felicidad cada vez que rememoraba ese momento a la ansiedad por repetirlo, y de allí a la preocupación primero, y luego al temor de no volver a disfrutar de su cabeza (porque ya la sentía como propia). Y ese temor fue aumentando con el tiempo, al fin y al cabo, pensaba, el dueño de aquella cabeza era muy mayor, y en cualquier momento podría enfermar y quedarse recluido en su casa, o aún peor, podría morir y privarle de su adorado cráneo para siempre. Con esa angustia pasó dos semanas, intentando infructuosamente encontrar al nonagenario caballero dueño de su tesoro. Hasta que un día, los pequeños ojos del anciano le sonrieron desde la calle. Buenos días, me encantaría repetir su fantástico lavado y corte de pelo, ¿está libre en este momento o vuelvo quizá mas tarde?, dijo el viejo asomado apenas por la puerta. Ahora mismo lo atiendo, respondió Samuel entusiasmado.
En esta segunda ocasión Samuel disfrutó aún más si cabe. El anciano, después de soltar una larga perorata sobre lo mal que estaba el país a la que Samuel fingía atender, se durmió profundamente, y fue entonces cuando el peluquero pudo conocer el éxtasis total. Él y su adorada cabeza solos al fin. Sus dedos se deslizaron por el contorno del cráneo como los de un violinista, y así parecía sentirse, como un artista tocando el más sublime de los instrumentos. Pero ante su inmensa felicidad, la posibilidad de que esta pudiera acabarse tarde o temprano le angustiaba. ¿Por qué Dios le daba tal regalo para luego quitárselo? No era justo que aquel anciano hubiera tardado tanto en aparecer por su peluquería, ya casi en el fin de su vida. Definitivamente, pensó, no podía dejar que nada ni nadie le apartara de esa cabeza, y no tardó mucho en trazar un plan para hacerse con ella.
Esta vez había tenido la precaución de averiguar todo lo posible acerca del portador de aquella joya. Sabía ya su nombre, su dirección y algunos detalles personales sumamente importantes que le ayudarían a lograr su objetivo. El anciano era un hombre solitario, sin familiares vivos ni amigos, un hombre de costumbres que solía levantarse temprano para ir a desayunar al mismo bar desde hacía treinta años, luego daba un breve paseo por el barrio y volvía a su casa pronto para no salir hasta la mañana siguiente. Así que desde la una de la tarde hasta las ocho de la mañana se encontraba completamente solo en su casa. Eso le daba un buen margen de maniobra.
El plan era simple, se ofreció a ir a casa del anciano a cortarle el pelo cuando este quisiera, ofrecimiento que fue aceptado inmediatamente y con no poca alegría. Eso sería magnífico, venir hasta su peluquería a mi edad es un gran esfuerzo, respondió el anciano ante la proposición. Una vez en su casa y a solas con el anciano no le sería difícil asfixiarlo con un cojín y cercenarle la cabeza con una sierra. Luego, tres o cuatro  bolsas de basura para esconderla y prevenir posibles goteos de sangre inoportunos, y sólo faltaría enterrarla un tiempo en algún lugar seguro para hacer que la naturaleza limpiara su preciado cráneo de carne, pelos y demás porquería. Claro está que se armaría un gran revuelo cuando encontraran el cadáver, meses después, pero para entonces nadie lo podría relacionar con el anciano. El plan era perfecto. En dos semanas lo llevaría a cabo.

El día D a la hora H, Samuel se encontró el portal del anciano abierto. Magnífico, pensó, menos posibilidades de que alguien me vea. Subió por las escaleras con sigilo y al encontrase ante la puerta de la casa del viejo repasó todo el equipo que llevaba en la mochila. Bolsas de basura para guardar la cabeza, sierra, guantes, gorro para no dejar cabellos en la escena del crimen, plásticos para envolver sus zapatos, ropa para cambiarse y una porra por si los acontecimientos se le iban de las manos y tenía que acabar de una manera más drástica. Si se daba el caso, tenía muy claro que el golpe debía dárselo en el cuello, no fuera a ser que estropeara su preciado cráneo. Cuando fue a tocar a la puerta, descubrió que el destino le había dado un nuevo regalo. Al primer golpe de sus nudillos, la puerta se abrió lentamente. Entró en el piso a oscuras y de puntillas fue buscando al anciano por las habitaciones. Después de visitar tres estancias de la casa vio el bulto de un hombre agachado sobre la mesilla de noche de la habitación principal. Samuel dio dos zancadas hacia el bulto y con un rápido movimiento desnucó al objetivo con su porra. No podía haberlo hecho mejor, pensó mientras sacaba la sierra de la mochila. Veinte minutos después, un exultante Samuel salía a la calle cargando con orgullo su cabeza.
Al llegar a la peluquería estaba muy nervioso. Extrañamente no sentía remordimientos, ni siquiera miedo ante la posibilidad de que lo pillaran, estaba expectante y no encontraba el momento de volver a disfrutar de su tesoro, el cráneo más perfecto del mundo. Cerró el establecimiento y bajó las persianas para evitar visitas inoportunas, y luego se dispuso a abrir la bolsa y sacar su merecido premio.

Mientras esto estaba pasando, a varias manzanas de allí, un pasmado anciano descubría que le habían reventado la cerradura de su casa y le habían robado. Muerto de miedo, llamó a la puerta de un vecino para que le permitiera entrar y llamar a la policía. Media hora después, escoltado por dos orondos agentes, el anciano descubrió el cuerpo decapitado de un hombre tendido sobre su cama.

La historia corrió de boca en boca por la ciudad. La policía estaba perpleja ante el crimen. No habían tardado mucho en dar con la identidad de la victima. Gracias a sus huellas dactilares descubrieron que se trataba de un ladrón bastante conocido por las autoridades, y el aspecto que tenía la casa dejaba muy claro que es lo que aquel tipo estaba haciendo allí, pero el misterio que no dejaba dormir al inspector Contreras era por qué no tenía cabeza. Normalmente a esta gentuza la revienta a balazos algún propietario asustado, cosa que me parece digna de elogio, o a lo sumo mueren de un navajazo en alguna esquina por una pelea, ¿pero quien narices le habrá birlado la cabeza a ese cabrón en mitad de un robo? , ¿y por qué? La mujer del inspector lo miró con condescendencia y le respondió, eso seguro que es una secta satánica de esas, que ya no se donde vamos a acabar, y no te preocupes por la cabeza, que ya aparecerá. El inspector Contreras odiaba que su mujer le dijera eso. Siempre se lo decía cuando algo le preocupaba. No te preocupes por el coche del alcalde, si lo han robado, ya aparecerá, no te preocupes por el niño, si hace tres días que se fue de marcha y no ha vuelto aún, ya aparecerá. La mujer del inspector Contreras vivía en una perpetua tranquilidad que no rompía ningún acontecimiento por preocupante que fuera, y esto dejaba al inspector solo ante cualquier contingencia. Pero la falta de ayuda moral por parte de su esposa no era lo que más le preocupaba, lo que le realmente le inquietaba eran los titulares que empezaban a circular por la ciudad, “el monstruo decapitador” llamaban al asesino en los periódicos. Justo lo que me faltaba, pensó el inspector Contreras, publicidad truculenta.

Samuel pasó días recluido en su casa. La visión de la cabeza cortada de aquel desconocido le perseguía en sus sueños, y durante el día, el miedo a que pudieran relacionarlo con el crimen le impedía siquiera moverse de la cama, y aunque su mujer lo molía a palos todas las mañanas para que se levantara, él sólo era capaz de gemir y ocultar su cara entre las manos como respuesta. Así estuvo, sin salir de la cama salvo para ir al baño,  hasta que una mañana Golfo, que así se llamaba el perro de su hijo, le dio una desagradable sorpresa. Por suerte para él, en ese momento no había nadie más en la casa, así que se evitó la difícil tarea de explicarle a su mujer por qué el perro estaba jugando por el salón con una cabeza humana. En cuanto Samuel vio el cráneo girando por el suelo y en evidente estado de descomposición le dio un vuelco el corazón. Aquella cabeza había venido a buscarlo, quería su venganza y estaba allí para cobrársela. Con un quejido lastimero, se tapó con las sábanas y esperó que todo fuera producto de su imaginación, pero cuando volvió a asomar su cara al exterior vio que allí seguía, inmóvil, con los ojos vidriosos, mirándole fijamente desde el suelo.
Tardó unos minutos en averiguar que es lo que había pasado realmente. El maldito perro la había desenterrado del jardín y había estado jugando con ella por la casa. Samuel se armó de valor y salió de la cama para limpiar cualquier huella de lo ocurrido y luego deshacerse de la acusadora y putrefacta prueba. Un rato después, mientras caminaba por la calle buscando un contenedor de basura donde tirarla, se maldijo por no haberse dado cuenta del error, y es que estaba muy claro que esa cabeza oblonga y amorfa no podía ser su apreciado tesoro. Su forma, que palpaba a través de la bolsa de basura, distaba mucho de la del cráneo perfecto que tanto placer le había proporcionado. Sintió un inmenso alivio cuando se deshizo de ella.

El anciano por su parte, después de varios días anestesiado a base de calmantes y ansiolíticos, al fin había recuperado la presencia de ánimo, y con ella sus ganas de una visita al peluquero. Pero esta vez pensó que mejor sería ir a la peluquería y que le diera un poco el aire.
Llamó a Samuel por teléfono a su casa y le pidió cita para aquella misma tarde. Un Samuel considerablemente alterado le respondió vacilante al otro lado de la línea, con mucho gusto caballero, eh, hummm..., esta tarde lo atenderé. Al colgar el teléfono, una sonrisa lobuna se asomó en el rostro del peluquero.

Cuando avisaron al detective Contreras de que la cabeza había sido encontrada al fin, este se encontraba discutiendo con el concejal de seguridad. El concejal, señor Álvarez del Castillo para más señas, estaba de un humor de perros. El continuo acoso de la prensa le traía de cabeza, y esa mañana en particular no se sentía con ánimos para nada. Había tenido una noche horrible, con unos extraños sueños homosexuales en los que decenas de moros le sodomizaban por turnos, y lo peor no era haberse visto en esa situación, a cuatro patas siendo penetrado por un grupo de magrebíes, cosa que por sí sola ya le causaba la mayor repulsión, no sólo por el acto contranatura y abominado por la santa madre iglesia, sino por que para colmo de males, eran moros los que lo follaban, los asquerosos inmigrantes a los que tenía que poner buena cara en aras de una actitud políticamente correcta, pero a los que secretamente despreciaba. Lo peor de todo es que se había levantado con una descomunal erección que no había podido calmar en toda la mañana. La culpa es de Enriqueta, pensó el señor Álvarez del castillo, si mi esposa se dejara de inventos mi vida sería mucho más tranquila.
Mientras el inspector Contreras le daba todo tipo de explicaciones sobre las indagaciones del caso del decapitador, el concejal sólo podía pensar en la noche anterior, y más concretamente en las palabras de su mujer: ya verás querido como te gusta, me lo ha recomendado una amiga, te va a encantar. Maldita tarada, pensó el concejal mientras recordaba como, acto seguido a sus palabras, su mujer le introducía el dedo índice en el culo justo a mitad del polvo. Y el caso es que le había gustado, más que eso, había sentido más placer en aquella sesión de sexo que en todos los polvos que había echado a lo largo de su vida. Pero cuando el placer cedió, le invadió un sentimiento de vergüenza y culpa que le acompañaba desde entonces. ¿Cómo puede ser que me guste que me den por culo?, ¿seré maricón?, se preguntaba una y otra vez el Concejal sin atender a las palabras del inspector Contreras. ¿Me gustan los hombres y no lo he sabido hasta ahora?
Sumido en sus propias preocupaciones, el concejal Álvarez del Castillo no escuchó nada de lo que decía su interlocutor, y a la pregunta final que le realizó el inspector, ¿y usted que opina del caso del decapitador señor concejal?, el señor del Castillo respondió: seguro que ha sido un jodido moro, un jodido moro maricón.

Esta vez no iba a fallar. La primera vez pecó de ansioso, pero no volvería a cometer el mismo error. Aquella tarde, en cuanto el anciano llegara a la peluquería, Samuel sería frío e implacable. Estaba convencido de que conseguiría su objetivo, su ansiado cráneo. Ya nada ni nadie podría impedírselo. Su convicción le había hecho reponerse por completo y ahora era un hombre nuevo, un hombre con una meta.
Tenía todos los utensilios dispuestos en el almacén de la peluquería, y a los ya utilizados anteriormente había añadido una enorme maleta de su mujer para transportar el cuerpo.
El anciano llegó puntual. Eran las tres de la tarde y no había un alma por las calles. Perfecto, pensó Samuel, perfecto. Después de la conversación ligera de rigor, el anciano se sentó en el sillón y Samuel le tapó el rostro con una toalla húmeda y caliente. Es para que se reblandezca la barba, le indicó el peluquero. Aprovechando que el anciano no podía verle, Samuel se metió en el almacén a coger todo el equipo. Una vez dentro, se recreo en el momento, su momento. Por primera vez en su vida se vio poderoso, capaz de cualquier cosa, un hombre que persigue sus sueños y los atrapa de un manotazo. Cerró los ojos y se imaginó admirando su adorado cráneo, limpio de cualquier rastro del anciano, blanco y redondo, perfecto. Mientras Samuel se deleitaba con sus pensamientos de victoria, fuera, en la peluquería, un nuevo actor apareció en escena. Perdone caballero, ¿tardará mucho el peluquero? Era un joven delgado y medio calvo el que pronunció estas palabras mientras entraba en el establecimiento, es que me tengo que cortar el pelo y tengo un poco de prisa, añadió. Pues no se preocupe, respondió el anciano, si algo me sobra a mi es tiempo libre, ocupe mi lugar y yo aprovecharé para dar un paseo y luego vuelvo. El joven le agradeció el favor, se sentó en el sillón y tapó su cara con el paño del mismo modo que había visto hacer al viejo.

El inspector Contreras estaba indignado. A pesar de haberle comunicado al concejal de seguridad que ya habían encontrado la cabeza, lo que sin lugar a dudas era un gran avance en la búsqueda del culpable, el concejal no sólo no había hecho el más mínimo caso de sus palabras, sino que además le había ordenado dar un vuelco a la investigación y centrarla en los ambientes homosexuales de la ciudad. ¿Qué tendrán que ver los maricones con esto?, se quejaba Contreras ante su mujer, y encima me ha mandado detener a todos los moros gays de la ciudad, esto va a ser un escándalo. Ya estoy viendo los titulares cuando se entere la prensa, “Monstruo decapitador maricón y moro”, vamos a ser el hazmerreír de la profesión. No te preocupes cariño, respondió su mujer con el deje condescendiente que tanto irritaba al inspector, el concejal sabrá lo que se hace, ya verás como aparece el culpable igual que lo hizo la cabeza.




Héctor Gomis
http://uncuentoalasemana.blogspot.com

2 comentarios:

  1. ohhh me encantó!! Tienes que subir pronto el siguiente capítulo xD
    Saluditos
    DTB

    ResponderEliminar
  2. Buen texto, sin miedo a alargarte, eres de los mios.

    ResponderEliminar