sábado, 12 de diciembre de 2009

25 - La primera vez

¿Cómo es el mar?, preguntó el abuelo mientras yo arrancaba el coche.
Es azul, le respondí.
¿Y qué más?, ¿cómo es de grande?
Es lo más grande que haya visto, no se termina nunca.
Ah…, debe ser increíble.
Lo es, abuelo, lo es.

Aceleré el motor y nos fuimos de la residencia a toda velocidad.
Salimos de Madrid a las diez de la noche. Si todo iba bien no se darían cuenta de su desaparición hasta la mañana. Tiempo suficiente para nuestros planes.

¿Cómo está, abuelo?, ¿necesita algo?
No, estoy bien. ¿Cuándo veré a Carmencita?
¿Quién es Carmencita?
Pues mi mujer, ¿Quién va a ser?, ¿Cuándo la veré?
La verá pronto. No se preocupe.

En el maletero llevaba ropa y alimentos para un par de días. No pensaba que fuera a surgir ningún problema, pero no estaba de más el ser precavido. El abuelo estaba excitado, se notaba fuera de su rutina y eso le alteraba, pero no estaba mal, al contrario, estaba más feliz que en los tres meses que lo había conocido.

¿De que marca es tu coche?
Es un Toyota.
¿Y eso que nombre es?
Es japonés.
Ah…
Yo tenía un Pegaso.
¿Un camión?
Si. Era blanco, y mi Carmencita le pintó unas rayas rojas a los lados.
¿Para decorar?
No, por el Atlético.
Bonito detalle.
Si, fue el año que ganó la supercopa de Europa.
¿Y cuando fue eso?
Pues no recuerdo. Mi memoria ya no es la que era.
Tranquilo, a todos nos pasa.
¿Y te fuiste hasta Japón para traer tu coche?
No, abuelo. Los venden aquí.
Madre mía. Yo no he visto nunca un japonés, sólo en la tele. Una vez vi un negro.
¿Y que le pareció?
Pues no me pareció ni bien ni mal. Se presentó un día en el pueblo, y recuerdo que me preguntó si había trabajo disponible. Yo le dije, hijo mío, aquí siempre hay trabajo para quien quiera trabajar, y le mandé a mi cuñado, que tenía unos viñedos y siempre buscaba brazos fuertes. Me dijo que se llamaba Emmanuel, pero todos le acabamos llamando Manolo.

No podía evitar sonreír con sus comentarios. Disfrutaba con la compañía del abuelo. Realmente era feliz a su lado, y me importaban poco las consecuencias de nuestra escapada.

¿Qué hora es?
Son las once y media.
Jejeje, y yo aún no me he ido a la cama. A la señora Reme le va salir humo por las orejas cuando se entere.
Hoy no tendrá que preocuparse de la señora Reme. Hoy está conmigo.
Me alegro mucho, me lo estoy pasando muy bien contigo. Pero no te olvides de que no puedo tardar mucho en volver. Si tardo mucho Carmencita se asustará. No puede dormir si no estoy a su lado.
No se preocupe. Hoy es un día especial. Carmencita lo entenderá.
¿Si?, ¿por qué es especial?
Porque va a ver el mar.
Ah…, debe ser increíble ver el mar. Cuando vuelva le contaré a Carmencita como es.
Eso, y si quiere puede sacar algunas fotos para enseñárselo.

La carretera estaba despejada y pronto llegamos a Albacete. El abuelo pasó todo el camino mirando embobado por la ventanilla.

¿Eso que son?
¿El qué?
¿Esos palos grandes?
Son molinos de viento.
¿Para el grano?
No, estos son más modernos. Fabrican electricidad.
Ah… Yo trabajé en un molino. Pero fue hace años, aún no conocía a Carmencita. En esa época se usaba para moler el trigo.
Ya, eso era antiguamente. Ahora la tecnología ha adelantado mucho, y los molinos transforman la fuerza del viento en electricidad.
¿Y ahora como se muele el trigo?
Con máquinas más modernas.
¿Y cómo funcionan esas máquinas?
Pues con electricidad me imagino.
Entonces seguimos igual que antes.
Jejeje. Tiene toda la razón.

El abuelo me indicó que necesitaba bajar para orinar. Paré en un área de servicio, y le dije que le esperaría en el bar. Media hora después, al ver que no aparecía, fui a buscarlo. Lo encontré sentado en el suelo al lado de la puerta del aseo.

¿Está bien, abuelo?
No se donde estoy. Hace un momento estaba en mi habitación, pero ahora no. No entiendo que ha pasado. ¿Dónde está Carmencita?
Carmencita le está esperando en casa. Hemos salido a dar una vuelta, ¿no lo recuerda?
Ah…, a ver el mar, ¿no?
Exacto.
Ahora lo recuerdo. ¿Queda mucho para verlo? No quiero que mi mujer se impaciente.
No se preocupe. Carmencita le esperará lo que haga falta.

Salimos del área de servicio y nos pusimos de nuevo en marcha. Hacía un poco de frío, pero el abuelo no quiso que subiera la ventanilla ni que conectara la calefacción.

Déjate de calefacción. Ya me tuestan bastante en la residencia. Aquello parece un invernadero. Un hombre necesita sentir frío lo mismo que sentir calor, al igual que se necesita sufrir la tristeza para disfrutar la alegría. Es absurdo que nos mantengan protegidos en una burbuja.
Es por su salud, abuelo. Para que no se constipe.
Me he constipado miles de veces en mi vida. No se por qué me protegen ahora como si fuera un crío.
Nos preocupamos por su salud. A su edad es delicada.
Pues de algo tendré que morir, digo yo. No voy a estar aquí para siempre. Además, ya me va tocando. Tengo ganas de volver a ver a mi Carmenci…

La voz del abuelo se quebró y sus ojos se empañaron. Intenté disimular la lástima que me producía y cambié de tema.

¿Y su hijo? ¿Cómo está?
Está muy bien. Es de los primeros en la escuela. Me ha dicho que quiere ser abogado.

Se equivoca, abuelo. Su hijo acabó la carrera hace muchos años. Ahora es un gran abogado, tal como le dijo. Es una persona muy importante.
Ah…
¿Está orgulloso de él?
Mucho, siempre ha sido un hijo fantástico, igual que tú.
No abuelo, yo no soy hijo suyo. Yo trabajo en la residencia donde vive.
Es verdad. Que cabeza la mía. Trabaja con la señora Reme, ¿verdad?
Si.
Pero tú me caes mejor que ella.

Ya habíamos llegado a la playa, pero desde donde estábamos no se veía el mar al taparlo las dunas. Paré el coche y bajamos. No le dije nada al abuelo, quería que lo descubriera de repente, como cuando yo lo vi de niño por primera vez.

¿Dónde estamos?
Es una sorpresa abuelo.
Ah…

Al pasar las dunas vimos el mar. Al abuelo se quedó paralizado nada mas verlo.

Si que era grande.
¿A que si, abuelo?
Y es tan azul como me dijiste.
Si.
¿Qué le parece?
No se que decirte. Es lo más grande que he visto nunca.
¿Le gusta?
Mucho. A estas alturas de mi vida, pensé que ya no lo vería.
¿Está contento?
Muy contento.

Estuvimos en aquella playa más de dos horas. El abuelo no volvió a abrir la boca en todo el tiempo, solamente miraba al mar y sonreía. Cuando el sol apareció entre las olas, el abuelo comenzó a aplaudir. Estuvo así veinte minutos. Luego se levantó y se dirigió al coche.

¿Volvemos a casa?
Si, abuelo.

Cuando ya habíamos recorrido treinta kilómetros dirección Madrid, se me ocurrió una idea estúpida. Di media vuelta y lo llevé de nuevo a la playa. Tal como me imaginaba, el abuelo se emocionó del mismo modo que la vez anterior. Una hora después, volvimos al coche, dí unas vueltas y lo llevé otra vez a la playa. Así estuvimos todo el día, y en todas y cada una de las ocasiones vio el mar por primera vez en su vida.


Héctor Gomis

viernes, 11 de diciembre de 2009

24 - El autobús

El autobús estaba abarrotado y yo luchaba por mantener la verticalidad frente a un grupo de ancianas que aporreaban mis testículos con sus bolsas de la compra. El recorrido solía durar unos treinta y cinco minutos, pero el calor y la incomodidad me lo hicieron parecer mucho más largo. Casi podía notar como el tiempo se hacía viscoso por momentos y frenaba su ritmo hasta casi detenerse. Me concentré en recordar una canción que me cantaba mi padre de niño. Entrecerré los ojos y apliqué mi mente en la tarea de revivir su melodía. Eso me distrajo ligeramente del exterior, y olvidé por unos instantes el dolor de riñones y las gotas de sudor que bajaban por mi cuello. Luego pensé en mi padre. En mi padre y en sus extrañas teorías.
El tiempo es flexible. Eso me decía cuando me veía aburrido. Hay momentos en los que transcurre muy veloz y los minutos apenas se perciben, y en cambio en otros, los segundos se eternizan en su camino y nos desesperamos con su lentitud.
El autobús se detuvo y la pérfida banda de viejas destrozatestículos bajó en tropel. Aspiré hondo, y disfruté del pequeño intervalo de bienestar que tenía hasta que volvieran a acorralarme los nuevos viajeros. Duró poco, lo que dura un pestañeo. Enseguida se volvió a ocupar todo el espacio con otros cuerpos, y de nuevo el tiempo volvió a frenarse.
Durante el resto del trayecto escuché las conversaciones de mis vecinos, y así me enteré de que el señor calvo situado a mi espalda no estaba nada conforme con su sueldo y se planteaba dejar su trabajo, y que la niña apoyada en la ventana había suspendido tres asignaturas y no tendrá vacaciones este verano, y también que la mujer de mi derecha ya no quería a su marido, aunque, como le decía a su amiga, se casaron hasta que la muerte los separara y le tocaba aguantar con él toda la vida.
El tiempo seguía arrastrándose indolente, y yo notaba la tensión de todos mis músculos esforzándose por mantener la posición. Vi como el hombre que tenía enfrente mascaba chicle despacio, muy despacio, y como después de un rato se lo sacó de la boca y lo pegó en una barandilla. Una mujer que lo vio, se lo comentó a su compañera, y las dos le dedicaron unas miradas de desaprobación. Yo, mientras observaba a mis vecinos, me imaginaba que si existía un infierno debía de ser como aquel autobús lleno de gente. Un autobús abarrotado, con un ambiente pegajoso, que nunca llegara a su destino y diera vueltas y vueltas sin cesar.
Por fin llegué a mi parada. Avancé a codazos hasta la puerta y conseguí salir. Al bajar a la calle, crucé la mirada con una mujer. Era morena, de ojos grandes y negros, y su cara, sin ser una cara conocida, me recordaba momentos de mi infancia. Su imagen me transportó a kilómetros de allí, a un lugar feliz donde nunca había estado, y me provocó bienestar. La mujer estaba hablando con una amiga, y reía sin parar. Al verme, me dedicó una sonrisa amable y subió al autobús.
Vi partir al autobús, y escudriñé entre sus ventanas por si conseguía localizar a la mujer. Al final la vi. Estaba apoyada en el ventanal y me miraba. La despedí moviendo la mano, y ella me correspondió haciendo lo mismo.
 El tiempo es flexible, lo difícil es controlarlo, eso pensé mientras la perdía de vista.




Héctor Gomis
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martes, 1 de diciembre de 2009

23 - Cinco sueños

El primer sueño especial fue hace tres meses. Cesar tuvo un sueño lúcido, de esos en los que uno es consciente de estar soñando, y permiten realizar en ellos cualquier cosa que se desee.
En su sueño también apareció Sara, su mujer. Cesar, quizá movido por una curiosidad morbosa, aprovechó la situación para preguntarle a Sara las cosas que nunca se hubiera atrevido a preguntarle en la vida real. Así, Cesar indagó sobre el pasado de su mujer, interesándose particularmente en los primeros hombres con los que ella estuvo, y Sara fue clara y sincera en sus respuestas. Según el sueño, había estado con cuatro hombres, tres de ellos fueron inocentes escarceos juveniles, pero el cuarto fue algo más.

El segundo sueño lo tuvo dos semanas después. En él, Sara le recriminó que siguiera el interrogatorio, y lo invitó a hacer el amor y olvidarse de tanta pregunta. Cesar no aceptó, así que Sara pacientemente continuó respondiendo a sus cuestiones. En este sueño, Sara fue muy explícita, y le habló a Cesar de todos los encuentros íntimos que tuvo con el cuarto hombre. A pesar de los ruegos de Cesar, Sara se negó a decir el nombre de esa persona.

Entre el segundo y el tercer sueño, Cesar comenzó a obsesionarse con aquel hombre. Aunque el sentido común le advertía de lo estúpido de sus preocupaciones, no podía evitar sentir celos de alguien que solo existía en sus sueños. En su día a día disimulaba delante de Sara, pero la imagen de aquel hombre desnudando y acariciando a su mujer le quemaba el alma. Sara no notó nada extraño en Cesar esos días.

En el tercer sueño, Sara, ante la insistencia de su marido, le dijo el nombre de su antiguo amante. Se llamaba Bruno.

Un día, entre el tercer y el cuarto sueño, Cesar encontró una caja de cartón con antiguas fotos de su mujer. Las ojeó y separó todas las imágenes en las que su mujer aparecía en compañía de un hombre. Apartó veinte. De ellas, tras una segunda revisión, se quedó sólo con las más actuales, de hacía diez años aproximadamente, unos años antes de que él y Sara se casaran. Quedaron cinco. De esas cinco fotos, en tres estaba con el mismo tipo. Se quedó con esas y las demás las guardó.
Mientras observaba la cara del sujeto, la ira fue adueñándose de él. Seguro que este es Bruno, pensó, este es el malnacido que enamoró a mi mujer.
Cesar Rompió dos de las fotos, y una se la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

En el cuarto sueño, Cesar pudo ver, por el agujero de una cerradura, cómo Bruno y Sara hacían el amor en su habitación. Cesar no pudo hacer nada para evitarlo. Su cuerpo se quedó pegado al suelo y su lengua cosida al paladar. Los gemidos de Sara se le clavaron en el corazón.

Entre el cuarto y el quinto sueño, Cesar se empezó a mostrar esquivo con Sara. Cuando su mujer intentaba averiguar el por qué de su extraño comportamiento, no recibía más que vagas excusas. Sara empezó a preocuparse.

Hace escasos segundos que Cesar se despertó del quinto sueño. Lo que vio y escuchó durante el sueño le provocó mucho dolor, dolor y repugnancia. Aunque sabe que todo es producto de su mente, para él todo ha sido tan real como cualquier otro capítulo de su vida. Cesar no puede más. Si no hace algo pronto se volverá loco. Ama demasiado a su mujer para soportar el suplicio de verla en los brazos de otro hombre, aunque sea en sueños.

Dentro de media hora, Sara se despertará y descubrirá que su marido ha hecho las maletas y se ha ido. Minutos después, encontrará una extraña nota de despedida.



Héctor Gomis


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viernes, 27 de noviembre de 2009

22 - A veces las cosas pueden ser como uno quiera que sean

Mi tío estaba loco. Esa era la única explicación que me dieron cuando me prohibieron volver a verle. Yo tenía seis años, él treinta y tres. Hace cuarenta años de aquello.

Mientras dirijo mi coche por el camino pedregoso que lleva hasta su pueblo, repaso los últimos acontecimientos de mi vida.

- Acontecimiento 1: Mi mujer me dejó hace seis meses
- Acontecimiento 2: Mis hijos no me soportan desde que pasaron la adolescencia
- Acontecimiento 3: Mi trabajo es una mierda
- Acontecimiento 4: Este, más que un acontecimiento, fue una sensación. Pasó hace un mes. En la playa. Vi a un hombre sacando un pulpo del agua, y una vez en la arena, metió una mano por el hueco de su cabeza y le dio la vuelta como a un calcetín. De repente, lo que estaba dentro pasó a estar fuera y lo de fuera a dentro. Era el mismo animal, pero completamente distinto. Imaginé que en ese momento el pobre bicho podría verse por primera vez a si mismo. Imaginé lo que sentiría, y descubrí que yo sentía lo mismo. Estaba vuelto del revés. Desde hacía años. Por eso no veía más que mi interior. Por eso no me gustaba lo que veía. Por eso a nadie le gustaba lo que veía en mí. Porque lo que veían no estaba en su sitio.
- Acontecimiento 5: Hace cinco años recibí una carta de mi tío. El loco. El ermitaño de las montañas. El hombre peligroso a quien me prohibieron volver a ver. La carta tenía una casita dibujada a lápiz, una casita y una sola palabra. “HOLA”, se mostraba en letras mayúsculas.
En su momento metí la carta en el fondo de un cajón y me olvidé de ella. Pero hace una semana la vi de nuevo. Estaba buscando unos documentos que me había pedido mi exmujer, y por casualidad la encontré. La volví a leer, y noté algo raro en el papel que no había apreciado la primera vez. Debajo de la palabra “HOLA”, se veían unas líneas marcadas en la hoja. Cogí un lápiz y raye con cuidado la zona. Apareció una nueva palabra: “CARABOLA”.
“HOLA CARABOLA”. En ese momento recordé que así me llamaba de pequeño, y también recordé su costumbre de dejar mensajes secretos en papeles para que solo yo los descubriera. Me enterneció. Realmente estaba loco, pero no se había olvidado de mí. Yo si que lo había hecho. Lo hice hace muchos años. Hasta ese día no había vuelto a pensar en él.

Hola carabola, me decía, y yo le respondía, buen día carasandía.

Ya queda menos de un kilómetro para llegar y algo se me remueve en las tripas. Estoy emocionado por el reencuentro, y no se realmente porqué. ¿Qué puedo esperar de un viejo loco que sigue mandándome los mismos mensajes de cuando era niño?, ¿me reconocerá siquiera, o se habrá quedado con la imagen del pequeño rechoncho y alegre que dejé de ser hace siglos? Tengo la seguridad de que necesito verlo, de que puede ayudarme a reencontrar algo mío que perdí y no volví a recuperar desde mi niñez. Quizá, ya que estoy del revés, estar con un loco me haga darme cuenta de lo que es estar del derecho. Suena estúpido, y seguramente lo es, pero tampoco tengo nada que perder. A lo peor veré un anciano medio atontado y balbuceante que ni me reconocerá, pero al menos le habré hecho la visita a un pariente. Mi buena acción del día.

Ya he llegado al pueblo, sólo me queda localizar su casa. Se que está apartada del resto, sola en medio de las montañas.
Pregunto por mi tío a un niño que veo jugando en la calle.
- ¿Aquiles?, claro que lo conozco. La casa de mi tío Aquiles está siguiendo el camino. Cuando veas el árbol, para el coche y sigue andando. Al tío Aquiles no le gusta el ruido de los coches.
- ¿Qué árbol? Aquí hay millones de árboles.
- No te preocupes, lo reconocerás enseguida. No habrás visto ninguno igual en tu vida.
- De acuerdo, muchas gracias. Hasta luego
- Hasta luego caraborrego.

Arranco el coche y continúo la marcha. Caraborrego me ha llamado, y ha dicho que es su tío Aquiles. Se ve que se le dan bien los niños a mi tío. Debe de ser el tío de media comarca. En fin, cosas de los pueblos.
A mitad del camino veo a una mujer. Paro a preguntarle a ella, espero que su explicación sea más clara que la del niño.
- ¿El tío Aquiles? Claro que lo conozco. Si quieres me subo contigo y te indico, yo iba a su casa ahora.

La mujer se ha subido al coche. Lleva un vestido corto y no puedo evitar desviar la mirada hacia sus muslos. Debe tener unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Carnes duras y generosas. Buen escote. Ojos castaños. Huele a hierba y sudor.
- ¿De que conoce al tío Aquiles?, me pregunta la mujer.
- Soy su sobrino.
- Jajaja. No le he preguntado eso. Aquiles es el tío de todos aquí. Le pregunto de qué lo conoce.
- Es el hermano de mi madre. Hace muchos años que no lo veo. Desde que era pequeño.

Le ha cambiado la expresión a la mujer. Me mira triste.

- Lo siento, no sabía que eras su sobrino “de verdad”. No sabíamos que tuviera familia. Nunca vino nadie de fuera a verle.
- Ya, desde su enfermedad me prohibieron visitarle.
- ¿Qué enfermedad? Aquiles siempre estuvo más sano que una manzana.
- Su enfermedad mental, ¿cual va a ser?
- Jajaja, que estupidez más grande. No he conocido hombre más lúcido en mi vida. ¿Quién te dijo esa tontería?
- Mi madre, cuando yo tenía seis o siete años. Y me dijeron que no debía verle, que era peligroso.
- No te diré nada malo de tu santa madre que, como decía Aquiles, son el principio de todo, y además no la conozco, pero desde luego te mintió. Tu tío es la mejor persona que he conocido en mi vida.

Esto empieza a ser extraño. Desde luego, lo que oigo no tiene nada que ver con la idea que tenía en mi mente sobre mi tío.

- Ya hemos llegado. Aquí está el árbol.

El chico tenía razón, no hay posibilidad de equivocarse de árbol, no debe de haber otro igual en el mundo. Es una encina pequeña, de apenas tres o cuatro metros, y de sus ramas cuelgan decenas y decenas de libros. Los libros están sujetos con finas cuerdas a las ramas. Si me alejo un poco, puedo ver como sus hojas cubren la parte superior, mientras que la inferior está completamente vestida con una tupida capa de libros.

- Es el árbol donde nacen los libros, me dice la mujer. Aquiles les dijo a los niños que algunos libros, los más hermosos, venían directamente de los árboles.
- Pero eso es mentira. ¿Cómo le permitisteis que les hiciera creer eso?
- No lo hicimos. Otros padres y yo fuimos a quejarnos. Y nos dijo que se puede mentir, siempre que uno se comprometa a convertir en verdad la mentira. Por eso, desde entonces, los libros van creciendo en el árbol, tal como dijo. Primero son pequeños libros de apenas el tamaño de una nuez, son todos verdes y no se pueden coger aún, A los meses aparecen los libros de bolsillo, que según Aquiles, se pueden hojear pero no arrancar, y en Febrero, temporada de recogida de los libros, se reúne a los niños del pueblo y estos cogen con cuidado sus libros y cuentos ya maduros.
- Pero aún así sigue siendo mentira. No debería hacerlo.
- Mira, verdad o mentira. Desde que llegó tu tío al pueblo, todos los niños esperan ansiosos el uno de Febrero para poder recoger sus libros y leerlos. Y eso, te lo aseguro, en los tiempos que corren es un milagro.

Me acerco al árbol e intento coger uno de los libros.

- Aún no, niño impaciente, me dice la mujer con una sonrisa. Aún están verdes. Tendrás que esperar como todos a que llegue Febrero.

Avergonzado, la sigo por el sendero hasta la casa. El sendero está rodeado de árboles. Es angosto y zigzagueante. Al final se ve la casa. Es igual a la del dibujo de la carta. Una cabaña de madera pintada de blanco. Con una enorme bandera blanca enganchada en la fachada.

- Es por el estado de ánimo, dice la mujer adivinando mis pensamientos.
- ¿Cómo?
- Aquiles decía que el mundo sería mejor si supiéramos más los unos de los otros, así evitaríamos los cotilleos y los malos entendidos. Decía que liberaba no tener ningún secreto que esconder.
- Perdona, sigo sin entender nada.
- Te pongo un ejemplo. Un día, hace muchos años, Aquiles se enamoró de la nueva profesora del pueblo. En cuanto se los vio juntos paseando de la mano, comenzaron los rumores. Que si era mayor para ella, que si ella le quería por su dinero, que si el había tenido otra mujer antes y la había abandonado años atrás, que si no pensaban casarse, y mil cosas por el estilo. Cuando se enteró del revuelo, se enfureció. Entró al ayuntamiento, subió hasta el segundo piso y salió al balcón. Llamó a gritos a todos los vecinos, y cuando nos tuvo a todos reunidos en la plaza del pueblo, comenzó a contarnos todos los secretos que guardaba desde niño. Las novias que tuvo, la vez que con quince años espió a su prima mientras se desnudaba, otra ocasión en que lo pillaron robando con diecisiete y que le causó la mayor vergüenza de su vida, y también habló de la gente que le caía bien y la que no, las cosas que le gustaban y que no le gustaban de cada uno de nosotros, y hasta sus gustos sexuales expuso delante de todos los presentes, esto último hizo que el párroco palideciera y se desmayara, y que a más de una mujer le subiera un calorcito por las piernas y se le enrojeciera el rostro. En fin, todo esto dijo, y cuando acabó su exposición, declaró su amor por la profesora a los cuatro vientos, y añadió que lo que pensaran los demás le traía sin cuidado. Nos dejó a todos boquiabiertos, y por supuesto no volvieron a haber chismorreos sobre su vida.
- Increíble. Vaya hombre. Y todo esto me lo había perdido hasta ahora. ¿Y la bandera por qué es?
- Ese mismo día, enfadado como estaba. Colgó una bandera roja de la fachada de su casa. No quería ver a nadie y así nos lo dejó claro. Hay cuatro banderas. La roja que te he dicho para cuando no quiere ver a nadie cerca, la blanca cuando está de buenas, la azul cuando está triste y quiere que el que la vea se acerque a hablar con él, y la verde, la verde, jejeje, la puso para seguir espantando a los meapilas del pueblo, la verde la ondeaba cuando estaba teniendo sexo, solo o acompañado.
- Jejeje, vaya hombre. Es todo un personaje.
- Desde luego que lo era. Cuando vino a vivir al pueblo yo era una niña. Todos los días iba a su casa y él me contaba alguno de sus maravillosos viajes por la india o por África. Me hablaba de los monos que conocía, que allí eran su familia, y de lo que hablaba con ellos.
. ¿Y tú te tragabas todo eso?, menudo embustero.
- jajaja. Mi madre también me decía lo mismo, y yo le respondía igual que te responderé a ti, ¿alguna vez has intentado hablar con un mono?
- Pues no, que tontería.
- Por eso no hablan contigo, los animales son muy educados y algo tímidos, solo hablan a quien previamente les pregunta algo. Yo tengo un perro, y te aseguro que mantenemos conversaciones mucho más coherentes que las que tengo con mi marido.
- jeje, puede que tengas razón.
- ¿Y te contó algo más?, ¿te habló de su familia?
- No, ese era un tema que le entristecía mucho. Él decía que su familia era quien le quisiera, por eso se convirtió en el tío Aquiles, el tío de quien lo quiso.
- Perdona tanta pregunta, se que estoy siendo muy pesado.
- Al contrario, es un placer, pregunta lo que quieras.
- ¿Por qué hablas de él en presente algunas veces y otras en pasado?
- Sigamos caminado, ya casi estamos, me dice haciendo oídos sordos a mi pregunta.

Entramos en la casa. Es extrañamente acogedora. Tiene todo tipo de objetos exóticos colgados por las paredes, apoyados en los muebles o guardados en vitrinas. Miro de cerca uno, una especie de cuerno de rinoceronte. Al revisarlo bien descubro que no es de verdad, está tallado en madera.

- Este cuerno  lo trajo de África, dice la mujer mientras me observa con interés. Desapareció del pueblo de repente, y unos días después volvió vestido de cazador, con dos escopetas enormes al hombro, y ese cuerno colgado de la espalda. Nos contó que se había ido de safari a despejar su mente.

Hay decenas de objetos igual de extraños dispersos por el salón, y la mujer me va contando la historia de cada uno de ellos. Las recuerda todas, y se le ilumina la cara cada vez que me habla de ellos. Yo no la contradigo, pero se que todos esos objetos los debió hacer él mismo, o quizá los compró en alguna estrambótica tienda de objetos usados.
Las historias que me cuenta la mujer son deliciosas. Poco importa que sean mentira, las disfruto igual que un niño.
Estoy deseando conocer a mi tío.

- Estas flechas se las regalaron una tribu de indios del amazonas, me dice sosteniéndolas temblorosa. Esos indios, según me contó tu tío, eran los más valientes guerreros de América. Me dijo que un día, tristes porque acababa de morir su jefe, el más anciano y sabio del poblado, decidieron en asamblea que ya no querían volver a ver morir a ninguno más de sus miembros. Así que, a través de su hechicero, hablaron con la muerte y la convencieron de que, a cambio de no traer más niños al mundo los dejara en paz. Para la muerte era muy importante seguir manteniendo el equilibrio, si no se iba nadie, tampoco podía venir nadie nuevo. Sellaron el pacto con una serie de ritos mágicos, y desde entonces no murió nadie más, ni nació nadie más. Las dos partes cumplieron su trato durante años. Aquiles lo verificó en sus periódicas vistas al poblado. Tu tío iba envejeciendo poco a poco, y en cambio, por ellos no pasaba el tiempo, seguían todos igual de fuertes y jóvenes, pero cada vez los veía más apagados, sentía que les faltaba la alegría, estaban como un poco muertos por dentro, cada vez con menos ilusión por el mañana, con menos ganas de vivir. En su última visita, años después, algo había cambiado. En sus caras y su piel se reflejaba al fin el paso de los años. Habían perdido la fuerza de la juventud, pero habían recuperado el brillo en sus ojos. Estaban viejos, pero felices. Ante la extrañeza de tu tío, le contaron que un par de estaciones después de su última visita, una mujer los reunió a todos y les dijo que deseaba tener un hijo sobre todas las cosas, vivir eternamente no le compensaba si para ello tenía que renunciar a saber lo que era criar a su hijo y verlo hacerse un hombre, y para ello estaba dispuesta a morir después si era necesario. Resolvieron en preguntarle a la muerte si le daba permiso para hacer una excepción en su caso, y esta les dijo que podría hacerlo ella y quien quisiera, siempre y cuando aceptaran después el orden natural de la vida. Un hombre viene y otro tendrá que irse cuando venga su momento, les dijo. Así lo hizo la mujer. Tuvo un niño, y fue feliz criándolo y viendo como se convertía en hombre, y el resto de miembros de la tribu envidiaron su felicidad durante años. Cuando le preguntaban si no tenía miedo a morir, ella señalaba a su hijo. Míralo, es mi niño, y pronto será un hombre, yo vivo en él, y viviré siempre en él y en sus descendientes. Con el tiempo, el resto de las mujeres y los hombres decidieron seguir su ejemplo, y así, en poco tiempo volvió la alegría al pueblo. Y, aunque la muerte volvió a aparecer por el poblado de nuevo, esta vez los designados a morir, así como sus familiares, la esperaban tranquilos y felices. Sabían que gracias a que eso pasaba, sus hijos habían podido nacer, y que en ellos vivirían para siempre. Desde entonces son los guerreros más valientes de América, pues ninguno tiene miedo a morir.
- Una historia preciosa, amiga mía, pero sabes que es totalmente mentira, ¿verdad?
- Das demasiada importancia a la verdad. A veces las cosas pueden ser como uno quiera que sean.

La mujer ha empezado a llorar.

- Tu tío me contó esta historia cuando mi madre murió. Y me hizo sentir mejor, me hizo superar el peor momento de mi vida con un simple cuento. Una mentira, quizá lo fuera, pero para mí fue verdad, fue la verdad más importante que me han dicho en mi vida. Cuando acabó de contarme la historia, me regaló estas flechas. Me las dio para que yo fuera igual de valiente que aquellos indios y no temiera a la muerte.

Sinceramente, no se que decirle. Creo que lo mejor es dejarla llorar tranquila. Mientras, camino por la casa repasando cada detalle. No había estado nunca aquí, pero todo me parece familiar, cercano. Los colores, los olores, el sonido del viento atravesando los árboles que se cuela por la ventana. Todo esto ya lo conocía, y si no es así, así lo siento.
Cojo un libro de la estantería. Cyrano de Bergerac. Al leer el nombre en su lomo no pude resistirme a hojearlo. Este libro me marcó de joven. Una historia triste, como lo suelen ser las más hermosas. Las tres últimas páginas están arrancadas. En su lugar hay unas nuevas, escritas a mano y pegadas al libro. Las leo. Mi tío cambio el final. En el suyo, Cyrano consigue esquivar el ataque de sus enemigos, salva su vida, y después, venciendo su temor al rechazo,  se declara a su prima consiguiendo su amor, y vivieron felices y comieron perdices para siempre.
A veces las cosas pueden ser como uno quiera que sean. Eso dijo la mujer hace un momento. Como me gustaría que fuera cierto.

- Cada objeto de esta casa tiene una historia, y cada uno de ellos fue regalado por tu tío a alguno de sus sobrinos y sobrinas del pueblo.
- ¿Conoces todas esas historias?
- Si, y no he olvidado ninguna. Pero ya te contaré el resto más adelante. La mujer de tu tío está arriba. Seguro que le gustará conocerte.
- ¿La maestra?
- Si. Está en el balcón esperando que Aquiles vuelva.
- ¿De donde tiene que volver?, ¿no está en el pueblo?

La mujer comienza a andar hacia las escaleras sin responderme. Yo la sigo. Arriba me presenta a la maestra. Nos encontramos en un gran balcón al que se accede desde la habitación. La amante de mi tío no me mira. Está pendiente del camino. Tampoco habla apenas. Sólo se ha dirigido a mí para saludarme. Es la mujer la que mantiene el peso de la conversación. La maestra es más joven de lo que pensaba. Apenas tendrá uno o dos años más que yo. Cuando se conocieron ella debía ser muy joven, y él, calculo que tendría más o menos mi edad actual. Tengo demasiadas dudas para seguir callado más tiempo.

- ¿Y cuando cree que volverá mi tío?, estoy deseando conocerle.

Las dos mujeres se vuelven a mirarme. He metido la pata. A la amante de mi tío se le empañan los ojos.

- No lo se, hace cinco años se fue a uno de sus viajes a la India, y suele tardar en volver cuando va tan lejos. Pero seguro que volverá pronto, y traerá otra de sus estúpidas alfombras voladoras, y a esta tampoco la hará funcionar. Siempre se olvida de traer las instrucciones.

Después de decirme eso, la profesora se apoya en la barandilla y se olvida por completo de nosotros. La mujer estira de la manga de mi camisa y me lleva al primer piso.

- Lo siento mucho. Pensaba que hoy estaba de buenas, por la bandera blanca. Pero esta claro que no deberíamos de haber venido.

Salimos de la casa y nos paramos en el claro del bosque. Me siento perdido. La mujer me abraza y me besa en la frente. Ahora me siento acogido, como un niño.
Llevo un rato llorando, pero no me había dado cuenta hasta ahora.

- Tu tío te quería. Te quería mucho. Te quiso tanto que necesito a todos los niños del pueblo para sustituirte.
- Lo se, respondo.
- También sabes que no se fue a la india, ¿verdad?
- A veces las cosas pueden ser como uno quiera que sean, ¿no?
- Exacto.

La mujer rechaza mi ofrecimiento de llevarla de vuelta en el coche. Me dice que prefiere caminar. Arranco el motor y me pierdo entre las encinas.

En Febrero volveré para la cosecha.


Héctor Gomis
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lunes, 23 de noviembre de 2009

21 - El Zippo

Era completamente imprescindible que Carlos cogiera ese avión. Nada debía impedírselo, su futuro dependía de ello. Por eso, cuando descubrió que había olvidado el mechero en la cafetería del aeropuerto, decidió darlo por perdido y no retroceder a recogerlo.
Carlos subió a tiempo al avión. Guardó su equipaje de mano, se sentó en su asiento y comenzó a llorar. Acababa de perder su más querida pertenencia, su mechero, un Zippo plateado con sus iniciales grabadas y ligeramente rayado en su parte posterior. No era un objeto especialmente valioso, pero era el único recuerdo que le quedaba de su padre. Se lo había regalado hacía quince años.
Cuando aquel señor calvo se sentó a su lado, Carlos reprimió sus lágrimas e intentó disimular tapando su cara con un periódico.
El avión despegó dando bandazos y tomó rumbo a Oslo.
Carlos iba excepcionalmente elegante. Se había gastado una pequeña fortuna en su ropa. Llevaba un traje a medida de raya diplomática con chaleco a juego, camisa azul cien por cien algodón, cinturón negro de piel, corbata granate de seda china, gemelos de plata, y unos carísimos zapatos italianos en los que podía ver reflejada su cara.
Repasar su vestimenta le hizo olvidar por un momento el disgusto de haber perdido su zippo. En su vida había estado tan elegante. Así vestido se veía capaz de cualquier cosa, con ese traje podía merendarse el mundo a bocados, y, desde luego, iba a deslumbrar en su entrevista de trabajo en Oslo.
Nada podía fallar. En unas horas conocería a su futuro jefe, y le seduciría con su dominio del sector y las nuevas ideas que tenía para la empresa. Entonces, cuando llamara a su madre para decirle que su sueño se había cumplido y su hijo ya era una persona rica e importante, la perdida de su viejo mechero sólo sería un amargo recuerdo que apenas empañaría el mejor día de su vida.
Carlos se dejó absorber por esos pensamientos, y en pocos minutos se sumió en un sueño profundo.
De repente, notó un fuerte tirón en su oreja derecha y abrió los ojos asustado.

- ¿Qué has hecho con mi mechero, desgraciado?, oyó que le decían.

Al volverse vio a su padre sentado en el asiento contiguo.

- Era el único que recuerdo que te quedaba de mí, ¿tanto te costaba cuidarlo?
- ¿Qué hace aquí, padre?, usted está muerto, le respondió Carlos.
- Claro que lo estoy, y me alegro de estarlo para no poder ver como sigues echando tu vida a perder.
- Eso no es cierto padre. En unas horas todo habrá cambiado para mí. Voy a llegar donde usted no pudo. Voy a triunfar, y tendrá que estar orgulloso de mí.
- Siempre con tus planes fantásticos. Nunca has tenido los pies en la tierra, por eso no has llegado a nada. Volverás a fracasar, como has hecho siempre, y habrás perdido mi mechero para nada.
- Eso no es justo, padre. Me merezco esta oportunidad. Debería apoyarme.
- Has perdido mi mechero, chico. Sin él no eres nada. Sin mí no eres nada.

Turbulencias. El avión dio unas fuertes sacudidas que despertaron a Carlos.
Estaba empapado en sudor, pálido y con las manos temblorosas. Su padre le había aterrorizado en vida, y acababa de descubrir que después de su muerte seguía teniendo el mismo poder sobre él.
Se levantó de su asiento y, procurando no despertar al hombre calvo de su lado, salió al pasillo del avión y se dirigió al aseo. Una vez allí, se lavó la cara e intentó calmarse. Sólo había sido un sueño, un estúpido sueño. No debía preocuparse. Esta vez saldría todo bien. Esta vez lo lograría, triunfaría, y así haría que la siniestra sombra de su padre desapareciera de su vida.
Carlos pensó entonces que la pérdida de su mechero había sido una señal. Se había deshecho, tal vez inconscientemente, del último lazo que le unía a su padre, y eso le permitiría romper sus cadenas y avanzar al fin. Todo ha sido para bien, se dijo mientras salía del aseo.
Al llegar a su asiento, vio un pequeño objeto plateado en el suelo. Se agachó a recogerlo, y cuando ya lo tenía a su alcance, apareció una mano y se hizo con él.

- Se me ha debido caer mientras dormía, dijo el dueño de la mano.
- OK, no se preocupe, sólo se lo iba a alcanzar, le respondió Carlos.

Al levantar la vista, vio que quien le hablaba era su compañero de asiento, y descubrió con asombro el objeto que tenía en sus manos.

- ¿Le gusta?, es un Zippo precioso, ¿verdad?
- Ssssi, acertó a responder Carlos con un nudo en la garganta.
- Me lo regaló mi mujer en nuestro aniversario, dijo el caballero.

Carlos se sentó en su sitio, aún más pálido que cuando se levantó. Maldito bastardo mentiroso, pensó. Es el mechero de mi padre.

Carlos intentó no pensar más en el mechero, a fin de cuentas, ya lo había dado por perdido, y hasta se había alegrado de perderlo. Pensó que lo mejor sería dejarlo pasar y desear que a aquel desgraciado ladrón le trajera la misma perra suerte que a él. No merecía la pena comenzar una discusión en medio del avión sobre quien era el dueño del maldito trasto. Era su palabra contra la de del otro. Sólo conseguiría ponerse en evidencia delante de todo el mundo.
Carlos cerró los ojos y trató de volver a dormir.

- Siempre has sido un mierda, hijo mío.
- ¿Otra vez padre?, ¿no voy a poder perderle de vista nunca?
- ¿Es así como te he enseñado a comportarte? En esta vida solo hay dos clases de hombres: Yo era de los cogían lo que querían, y tu, tu eres de la otra clase, eres un mierda, siempre lo has sido.
- Por favor padre, déjeme en paz.
- ¿Recuerdas el día que te lo regalé?
- Por favor, no me torture más con esto.
- Claro que lo recuerdas. Fue el día que te pillé fumando a escondidas en el desván. Me sentí tan orgulloso de ti. Ya eras todo un hombre. Esa tarde bajé corriendo a la calle y te compré el mechero. Hice que grabaran tus iniciales. ¿Lo recuerdas?
- Si padre, claro que lo recuerdo. Fue el día más feliz de mi vida. Mi Zippo fue el primer regalo que me hizo, el primero y el último.
- Lo se. Desgraciadamente nunca me volviste a hacer sentir tan orgulloso como ese día. Nunca has vuelto a merecerte otro regalo.
- Eso es muy cruel. Yo soy su hijo. Debería quererme.
- ¿Acaso lo has merecido?, ni siquiera eres capaz de conservar mi regalo. No tienes cojones para luchar por lo que es tuyo. Alguien así no se puede ganar ni mi respeto ni mi amor.
- ¿Y que puedo hacer, padre? Ese hombre lo encontró. Ahora es suyo.
- Quítaselo. Si quieres ganarte mi respeto debes recuperarlo como sea.
- Pero, padre…
- Yo ya no soy tu padre, no lo seré más hasta que te lo hayas ganado.

Queridos pasajeros, el capitán y toda la tripulación esperan que hayan tenido un agradable vuelo y les desean una feliz estancia en Oslo.

Al abrir los ojos, Carlos pudo ver como su compañero de asiento se levantaba a recoger su equipaje de mano.
Tengo que recuperarlo, tengo que conseguir mi mechero como sea, pensó. El bastardo de mi padre tiene razón. No puedo dejarme pisotear. Debo recuperar lo que es mío.
Cuando salieron del avión, Carlos siguió al hombre calvo por la terminal buscando el mejor momento para abordarle.

- Espero que esta vez no me defraudes hijo, resonó la voz de su padre en su cerebro.
- No se preocupe, padre. Lo voy a hacer. Sólo estoy buscando el mejor momento. No quiero que haya gente alrededor.
- Eres un cobarde, ¿Qué te importa si alguien te ve comportándote como un hombre?
- Déjeme padre, ahora lo haré.

El hombre calvo entró al aseo, Carlos lo siguió, y, después de asegurarse de que no había nadie más allí, le espetó:

- Oiga, ese mechero que lleva es mío. Lo perdí en el aeropuerto de Madrid. Debe devolvérmelo.
- ¿Pero que dice?, este mechero lleva conmigo cinco años. Me lo regaló mi mujer en nuestro ani…
- Déjese de mentiras, le interrumpió Carlos. Ese Zippo es mío y quiero que me lo devuelva ya.
- Usted esta loco, márchese o llamo a la policía.

Al ver que el hombre calvo intentaba huir, Carlos lo cogió del cuello e intentó tirarle al suelo. El hombre era menudo, pero se resistió con fiereza lanzando golpes hacia su cara. Intentando evitar esos golpes, Carlos lo empujó contra el lavabo. El hombre tropezó y calló al suelo de espaldas. Carlos escuchó un crujido cuando la cabeza del hombre chocó contra la loza.

Dios mío que he hecho, pensó Carlos mientras intentaba sin éxito encontrarle pulso al hombre.

- Has hecho lo que debías hijo, has luchado por lo que es tuyo. Y has ganado. No te creía capaz, pero lo has hecho. Ahora coge tu mechero.

Carlos rebuscó entre los bolsillos del hombre, y al fin lo encontró. Se lo guardó de prisa y salió del aseo.
Cruzó el aeropuerto a todo correr ante las perplejas miradas de la gente, y llegó hasta la parada de taxis.

- Take me to the Grand Hotel Oslo, please.
- Ok, let's go.

Durante el camino a su hotel, Carlos no habló con el taxista. Se quedó absorto, mirando por la ventanilla del coche y pensando en lo que acababa de pasar.
A mitad del recorrido, sacó el mechero de su bolsillo y se puso a jugar con él. Lo abrió y lo cerró varias veces. Admiró el grabado con sus iniciales, y lo giró hacía todos sus lados, para volver a disfrutar con los juegos de brillos y reflejos que ofrecía. De repente, estalló en una risa histérica. En la parte posterior de su Zippo ya no estaban las marcas de ralladuras que su viejo mechero tenía. Volvió a girarlo, y mientras observaba atentamente el grabado en el metal, intentó calcular las probabilidades de que a alguien con sus mismas iniciales, le hubieran regalado un zippo exactamente igual al suyo, y que además, esa hipotética persona y él hubieran cruzado sus caminos de la extraña forma en que lo habían hecho.

- No intentes calcularlo, hijo. Siempre fuiste muy malo para las matemáticas. Lo importante es que ya tienes lo que es tuyo.
- Si papá, ya lo tengo.
- Estoy orgulloso de ti, hijo mío.
- Gracias, papá. ¿No te importa que este no sea realmente tu mechero?
- Eso da lo mismo. Has hecho lo que debías, y eso es lo primordial. Además nadie sería capaz de distinguir uno de otro, ¿verdad?



Héctor Gomis
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viernes, 20 de noviembre de 2009

Audio cuentos

Para los más perezosos, voy a incluir en esta sección algunos de los cuentos leidos por mí.
Espero que sepais disculpar mi horrorosa voz.

Listado de audio cuentos:

16 - Seres inferiores

13 - La fiesta

12 - La mancha

9 - Totalmente inexcusable




viernes, 13 de noviembre de 2009

20 – Un jarrón verde con un feísimo dragón naranja

En el segundo C vive Andrés. Un cuarentón amable y apocado, que dedica su tiempo libre a criar palomas en la terraza del edificio. No sospecha ni remotamente que su felicidad va a depender de la resistencia al impacto de un jarrón verde con un feísimo dragón naranja pintado en su superficie.

En el quinto A, Carmen y su marido Florián, esperan con desasosiego la llegada de Gabriel, su hijo. El chico tiene quince años y lleva veinticuatro horas fuera de casa sin dar señales de vida. Cuando vuelva, dentro de veinte minutos, se llevará la bronca más grande de su vida, pero la aguantará con una sonrisa en los labios. Hace cinco horas que perdió la virginidad con Amanda, la chica más guapa de su clase.

El primero C está vacío, sus dueños se fueron de viaje a las Canarias. Esta noche se colarán dos ladrones y les robarán la televisión, el equipo de música y los trescientos euros que tenían guardados para el regalo de comunión de su sobrina. Tres años después, el más gordo de los dos ladrones se pudrirá en la cárcel por atraco a mano armada y homicidio, al otro, al más alto de los dos, le quedarán solo dos años y medio para terminar en el seminario y ser ordenado sacerdote. La sobrina de los vecinos del primero C tendrá una crisis de fe una semana antes y se negará a hacer la comunión.

Julián del, cuarto A, y Sandra, del tercero C, han quedado para comer y conocerse mejor. Ella llevará su vestido gris especial, el mismo con el que enamoró a su exmarido. Él preparará un espléndido festín cuyo plato especial será solomillo en salsa de almendras. Cuando, tres horas después, Sandra salga de la sala de urgencias del hospital, Julián la abrazará y le pedirá mil perdones por haberla intoxicado, Sandra le dirá que la culpa es suya por no haberle avisado de su alergia a los frutos secos, y se fundirán en un hermoso beso. Siete años después, Julián encontrará a Sandra en los brazos de su mejor amigo. Sandra y Julián llegarán a un acuerdo tras su divorcio, y Julián se quedará la custodia de sus tres hijos a cambio de cederle a Sandra su yate de veinte metros de eslora.

La señora Enriqueta, del cuarto B, nunca, en toda su vida, fue feliz. Dentro de un mes tendrá un breve momento de alegría, cuando su cuñado, quince años más joven, le dedique una sonrisa y le pellizque el culo al pasar a su lado. Ella después de aquello se enamorará perdidamente de él. Él nunca volverá a pellizcarle el culo.

El primero A, el tercero B y el quinto C pertenecen a un rico heredero de una importante familia de la capital. Nunca ha vivido nadie allí. Han mantenido estas propiedades como inversión para venderlas en un futuro. Cuando sus padres hayan muerto, el rico heredero gastará toda su fortuna en drogas y putas. Cuando acabe con todo su dinero, venderá los tres pisos a tres familias extranjeras. Formalizará la venta a través de abogados. Se negará en redondo siquiera a acercarse al edificio, y nunca le contará a nadie lo que le ocurrió allí de pequeño. Las tres familias de extranjeros serán muy felices en sus respectivos nuevos hogares.

A Fermín, del tercero A, le quedan tres días para que le toque la lotería. Cinco millones de euros. Dará la vuelta al mundo tres veces. Luego volverá a su casa y no saldrá de allí jamás.

Los Martínez, del segundo A, y los Fernández, del segundo B, están a punto de pelarse. Su amistad de años se va a romper por culpa de unas humedades que han salido en casa de los Martínez, y que estos achacan a un problema provocado por los Fernández. Unos años después ya no recordarán el tema que inició todo, pero seguirán sin hablarse. Mario, el hijo pequeño de los Martínez, y Julio, el mediano de los Fernández, se aman, pero nunca se lo dirán a sus padres.

Al señor del quinto B nadie lo conoce. Hace la compra por teléfono y sólo sale por las noches para evitar cualquier contacto humano. Todos le tienen miedo. Cuando gane el premio Nobel de literatura, sus vecinos acudirán a la tele a contar lo buenos amigos que son del escritor.

Luis dejó hace dos meses el primero B para irse a vivir con María al cuarto C.
Ahora mismo están discutiendo. Ella le ha recriminado que pase tanto tiempo en el bar. Él, borracho perdido, le ha pegado un empujón, estampándola contra la estantería de la entrada. De la estantería está cayendo un jarrón verde con un feísimo dragón naranja pintado en su superficie. Si el jarrón no soporta el impacto contra el suelo y se rompe en mil pedazos, María, en un ataque de cólera al ver hecho pedazos el jarrón que su madre le regaló poco antes morir, echará a Luis a patadas de su casa, y dos días después, Andrés, el del segundo C, cuando vaya a dar de comer a sus palomas, verá a María llorando en la azotea, se acercará a consolarla, hablarán toda la tarde, y para la noche ya se estarán besando, así, si ese Jarrón verde se rompe, María, del cuarto C, y Andrés, del segundo C, acabarán teniendo una niña, Aurora, y serán todo los felices que nos pueda permitir la imaginación, si en cambio, ese jarrón verde con un feísimo dragón naranja pintado en la superficie, resulta ser más duro de lo que su apariencia supone y no se rompe, María perdonará a Luís y no lo echará a la calle, le dará otra oportunidad, y dos meses después, cuando esta vez le pegue, le dará otra, y luego otra, y por fin, un año más tarde, será ella la que se vaya para no volver a verlo jamás, y tendrá una vida razonablemente agradable con un abogado de Burgos, pero desde luego, nunca se podría comparar con lo feliz que será con su vecino del Segundo C, si ese dichoso jarrón se rompe.


Héctor Gomis
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domingo, 8 de noviembre de 2009

19 – Cien golpes en la espalda

Ahora mismo está a mi lado. Dulce y sumisa como un animalillo, siempre cariñosa, siempre dispuesta y complaciente. Me mira con sus grandes ojos verdes, y por momentos consigue que me olvide de todo. Eso lo hace muy bien, siempre ha sido así. Está sentada en el suelo, enroscada entre mis piernas y frotando su nariz contra mi rodilla. Sólo lleva unas pequeñas braguitas blancas. Desde mi posición puedo ver su elástico cuerpo adolescente. Veo como encoge y estira sus largas piernas, despacio, muy despacio. Veo como su respiración hace elevar y descender sus pequeños pechos, Veo su nuca sobre mis muslos, entregada a mí, dócil y vencida. Huele a aire fresco, a pelo limpio y a sexo. Me excita, lo hace hasta nublar mi entendimiento. Ella lo sabe. Lo sabe y lo utiliza contra mí.

He intentado alejarme de ella. Lo he intentado por todos los medios, pero siempre vuelvo a su lado. Dominado por el deseo, vencido por el sabor de su cuerpo. Hoy ha vuelto a hacerlo. Se presentó en mi casa de noche, con la ropa sucia y el pelo revuelto. Sus enormes ojos suplicaron mi perdón. No me dijo nada, no hacía falta. Había vuelto a traer la oscuridad a mi vida. Cuando me vio coger el cinturón, sonrió, se desnudó despacio y se humilló ante mí. A cuatro patas en el suelo, aguantó su castigo sin quejarse. Fui brutal como siempre. Descargue cien golpes en su espalda mientras le dedicaba los insultos más crueles. Fue brutal, brutal e inútil. Al terminar la dejé en el suelo. Enroscada como un gato. Inerte. Después me desnudé e hicimos el amor. Mientras yo lamía sus heridas, ella me juraba no volverlo a hacer. Por un momento la creí, o tal vez creí que la creía, o seguramente sabía que me engañaba, pero ya no me importaba. Ya ha dejado de importarme lo que haga. Por monstruoso que me pueda parecer, por abominable que sea lo que hace, la amo, o tal vez sólo la deseo, pero si es así, la deseo de una forma terrible. De una forma absorbente, ilógica, inhumana. A ella le ocurre lo mismo. Por eso se presta a mis estúpidos castigos. Por eso deja que engañe a mi conciencia con la ilusión de que puedo corregirla. Como si se pudiera borrar los impulsos de un animal, como si pudiera curarla a fuerza de golpes.

Ahora estoy acariciando su espalda. Mis dedos recorren las señales de su castigo. Ella ronronea. Sabe que ha vencido otra vez. Sabe que mañana volveré a dejarla entrar en mi casa, y que volveré castigarla por sus pecados, y que volveremos a hacer el amor como dos animales, ajenos a todo, envilecidos y salvajes. Y yo se que antes de que todo eso ocurra, ella volverá a matar, y la muerte de otro inocente caerá sobre mi conciencia. Lo volverá a hacer porque su instinto se lo ordena, y yo no haré nada para impedirlo, tan solo rezaré para que alguien le pare los pies y acabe con esta oscuridad que me envuelve.


Héctor Gomis

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viernes, 23 de octubre de 2009

18 - El gran hombre

Aquel hombre era inmenso, y cuando lo llamo inmenso no me refiero sólo a sus dos metros de altura, ni a sus manos como raquetas de tenis, ni siquiera hablo de sus trescientos kilos de peso, cuando digo que era inmenso pienso sobre todo en la sensación que dejaba al que lo conocía de verdad. Era grande, grande por dentro y grande por fuera. La primera vez que lo veías, te sobresaltaba la enorme masa de su cuerpo, pero era cuando habría sus gruesos labios, o antes aún, cuando te miraba con esos ojos diminutos, lo único pequeño en su cuerpo, cuando se te encogía el corazón.
Ninguno llegamos a saber su nombre, pero tampoco hizo falta nunca para nombrarlo, era aquel hombre, “el gran hombre”, el de la esquina de la barra, el que ocupaba dos sillas a la vez, el que bebía sin parar, desde que abrían el local hasta que apagaban sus luces por la noche, era el que nunca logró emborracharse por más que lo intentó día tras día.
La primera vez que lo vimos, los chicos del bar no pudimos evitar sacar toda nuestra mala leche a flote y reírnos de su aspecto, eso si, con el volumen muy bajito, éramos idiotas pero no suicidas. Ninguno le habló ese día, nos dedicamos a burlarnos a sus espaldas, señalando su culo, que rebasaba el pantalón como si fuera una presa rota que no puede contener la fuerza del agua, imaginando cuanto alcohol haría falta para tumbar un elefante como aquel, y diciendo otras sandeces por el estilo.
Fue el segundo día cuando empezó a intrigarme su presencia en nuestro bar. Salvo alguna familia despistada o algún viajante en ruta, no solía haber mucho transito de desconocidos. Era un bar de carretera, apartado y casi sin señalizar, y menos los clientes de siempre, nadie repetía su visita. Recuerdo que ese día no había ninguno de los habituales, sólo nos encontrábamos el camarero, el gran hombre y yo, así que la curiosidad pudo más y me acerqué a conocerle.
Era reservado, pero me trató con amabilidad. Tenía una expresión triste y abstraída. Me dio la impresión de que, aunque hablamos a solas durante horas, no estuviera del todo conmigo, o por lo menos como si no estuviera solo conmigo, sino que mantuviera a su vez parte de su mente ocupada en otra cosa. Aún así, rara vez se distraía de mis palabras ni dejaba de mirarme con sus pequeños ojos azules, sólo quizá cuando escuchaba abrirse la puerta del bar y dirigía hacia allí una mirada furtiva
De nuestra conversación no saqué mucha información sobre su vida, venía del este y estaba de paso, me dijo que no tenía familia, aunque pude observar la marca de un anillo en su dedo, y estaba buscando a algo o a alguien desde hacía mucho tiempo. Me ofrecí a ayudarlo en su búsqueda, pero rechazó mi ayuda con una sonrisa, hay cosas que uno debe hacer solo, me dijo. Pude comprobar también que era muy inteligente, mucho más que el resto de mis conocidos, y desde luego mucho más de lo que su tosco aspecto aparentaba. Ese día hablamos durante horas de su viaje, la gente que había conocido, los lugares por donde había pasado y las pequeñas aventuras que había vivido. Había sido el primer viaje de su vida y todo parecía asombrarle. Me hablaba de cada cosa que había visto con admiración, como quien está descubriendo el mundo por primera vez. Cuando me contó el día que paseó por Paris se le iluminaron los ojos como a un niño. Me sentí pequeño, me dijo, por primera vez en mi vida me sentí así. Con los pocos datos que me dio, deduje que llevaba casi un año viajando por media Europa y lo estaba haciendo a pié. Me pareció un locura un viaje tan largo y en esas condiciones, pero el no tenía prisa, según me dijo, ese iba a ser su primer y último viaje, y quería disfrutarlo.
Desde nuestra primera conversación nos estuvimos viendo casi a diario. Lo encontraba siempre en el mismo lugar de la barra, cabizbajo, sosteniendo una jarra de cerveza que parecía perderse entre sus manazas. Siempre se alegraba al verme, y me dedicaba una sonrisa triste y un extraño saludo en su lengua cuando me sentaba a su lado. Nuestra conversación del primer día se prolongó durante un mes. Cada vez que nos reuníamos continuaba la historia de su viaje en el punto donde la había dejado el día anterior, y poco a poco el número de su público fue aumentando. A la semana de su llegada, el gran hombre y su historia se habían convertido en la principal atracción del bar. Nos sentábamos los dos en la barra, y decenas de parroquianos nos rodeaban cada día para escuchar un nuevo capítulo de sus aventuras. Lo mirábamos todos hipnotizados, paladeando cada una de sus palabras como sopa caliente en un día de nevada. Era desde luego un excelente narrador, pero sobre todo, lo que nos maravillaba día tras día eran las expresiones de su rostro cuando describía algún lugar o a alguna persona que había conocido. En su cara se reflejaba el mismo asombro que sintió en el momento de vivir esas experiencias, y así conseguía que uno pudiera llenarse con sus mismas sensaciones y emocionarse de la misma manera que si hubiera estado alguna vez en esos sitios increíbles.
Así pasábamos las tardes en nuestro bar de carretera, olvidando nuestras pequeñas miserias y siendo felices durante unas horas gracias a aquel hombre y sus historias.
Yo creo que durante esos momentos él también era feliz, y a su vez también debía de olvidar sus penas mientras nos contaba sus aventuras, pero al terminar el capítulo de cada día, sus ojos se apagaban de repente, agachaba la cabeza y parecía recordar lo que le atormentaba, lo que le había llevado hasta nosotros desde su pequeño pueblo en el este. Muchas veces intenté que me contara lo que le hacía tan desgraciado, pero siempre me respondió lo mismo, el dolor no se comparte, el dolor es lo único que le queda a uno, el dolor es uno mismo.
De esta manera transcurrieron los días siguientes, disfrutando con el gran hombre cada vez que nos contaba una nueva historia, y viendo luego como a su término se le ensombrecía el rostro y se volvía taciturno y triste como la primera vez que apareció en el bar, siempre callado y cabizbajo, y siempre mirando de reojo hacia la puerta cuando la escuchaba abrirse.
Un día apareció por el pueblo un joven extranjero, tenía un acento del este, similar al del gran hombre, aunque su hablar era más seco y distante. Venía en un descapotable rojo acompañado de tres guapas jovencitas. Según me dijeron después no era la primera vez que pasaba por nuestro pueblo. Se corría el rumor de que era un tipo peligroso, relacionado con temas bastantes feos que nadie me pudo precisar, y paraba en nuestro pueblo cuatro o cinco veces al año de camino de algún viaje. Dada su fama, todos procurábamos evitarle, pero ese día no me di cuenta de su presencia hasta que entró en el bar. Pidió algo de beber para él y las chicas que le acompañaban, y se sentaron en una mesa. Yo me encontraba sentado al lado de mi enorme amigo, bebiendo tranquilamente y escuchando una de sus historias, cuando noté que dirigía una furtiva mirada hacia el desconocido. Al ver como apretaba los labios, como intentando dominar sus sentimientos, le pregunté si lo conocía. No respondió, giró su cabeza hacia la barra y volvió a beber. Así permanecimos callados unos minutos.
El desconocido se acercó a la barra a pedir más bebidas y el gran hombre escondió su cara entre sus manos para evitar que lo viera. Este gesto me pareció absurdo, con su enorme volumen no era precisamente fácil que pasara desapercibido, pero al mismo tiempo no pude evitar sentir una punzada de emoción al verlo, recordaba a un niño intentando esconderse del mundo con el simple gesto de tapar sus ojos con las manos.
De todas maneras, el desconocido nos ignoró por completo, recogió los vasos y volvió hacia su mesa. En ese momento, mi formidable acompañante se giró hacia mí y me volvió a hablar. Tengo que contarte otra historia, amigo mío. Pero esta vez no te hará sentir bien como las anteriores, esta es más triste y también más real.
Mientras me hablaba, no apartaba la mirada del desconocido, pero en ese momento su expresión ya no era de ira, sus ojos estaban desolados y tenía el aspecto de alguien extremadamente cansado. La inmensa mole que tenía a mi lado parecía vencida, como a punto de venirse abajo.
Esta historia acaba igual que la que he estado contando todos estos días en este mismo sitio, me dijo, y acaba también en este bar, este mismo día, en este mismo momento. Y aunque su final no te lo voy a tener que contar, si debo volver al principio para iniciarla de la manera correcta. La verdadera historia habla de una chica, apenas una niña, cansada de la pobreza de su familia, y de una familia a su vez desesperada al no poder ofrecerle un futuro. Esta historia habla del hambre, tan duro y frío que se clava en el alma, y también habla sobre la maldad, la maldad y el dolor, y también sobre la estupidez, la estupidez de la juventud, la estupidez de la valentía, la estupidez y la valentía que llevarían a una niña a huir de su casa en busca de una promesa, y la maldad de los hombres, que es capaz de transformar algo hermoso en dolor, y sobre el dolor de unos padres desesperados, y esta historia también habla de la pérdida, del vacío que se siente cuando te han arrancado el amor de cuajo, del enorme vacío que te grita por las noches, del vacío que sientes al mirar a tu esposa y ver sus ojos perdidos, y esta historia también habla del amor, del profundo amor que te lleva a cometer atrocidades, del amor que te obliga a apagar la vida de quien quieres, que te hace abrazar a quien más amas y romperle el cuello con tus propias manos para no verla sufrir más, como a un perro, como un pobre perro…
Mi amigo se echó a llorar. Intenté calmarlo, pero me apartó con su enorme mano, se levantó y siguió hablando, pero esta vez no hablaba para mí, esta vez subió la voz para que todos pudieran oírlo. …Y esta historia también habla de la obligación, de la obligación que tiene un hombre con los suyos, la que te puede llevar a hacer cosas inimaginables, que te lleva andando desde tu tierra miles de kilómetros para cumplir con tu destino, pero sobre todo, esta historia habla de la venganza, negra e inevitable como la muerte, la venganza de quien lo ha perdido todo, el grito de una vida rota que solo se puede acallar rompiendo otra vida a cambio, la venganza por una niña, por mi niña, y por una mujer, mi mujer, y por un hombre vacío y roto también.
El bar se quedó en silencio, el gran hombre se había levantado y se encontraba a un metro escaso del desconocido. Este, al verlo acercarse, sacó una pistola y la apuntó hacia su pecho. Con la mano temblorosa, el desconocido no dejaba de amenazarle con el arma y le gritaba asustado que se largara, pero mi amigo permaneció allí, de pié, rozando el techo con su cabeza y mirándolo fijamente. Desde luego unas balas no iban a poder pararlo, no al gran hombre, porque mi amigo era realmente grande, era inmenso.


Héctor Gomis
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