miércoles, 22 de septiembre de 2010

33 - La cabeza (Capítulo 2 de 2)


Si no has leído el primer capítulo pincha en el vínculo:
María, la mujer de Samuel estaba harta de su marido. Le había dedicado los mejores años de su vida y a cambio sólo había recibido incomprensión y silencio. Ella era la que llevaba la casa adelante, la que se peleaba a diario con sus hijos, la que le había apoyado en los momentos malos, y como respuesta a tanto esfuerzo sólo había obtenido la compañía de un trozo de carne con ojos, sin romanticismo, sin un mísero detalle el día de san Valentín. Era una mujer triste y amargada que fue agrietándose poco a poco hasta convertirse en una pasa, seca por dentro y por fuera. En su madurez, el único consuelo que le quedaba eran las caricias que día sí día no, le proporcionaba un joven del vecindario llamado Darío, feo, desgarbado y tonto como una mosca de la fruta, pero dueño de un descomunal miembro viril que era la alegría de las solteras y casadas del barrio. En el mismo instante en el que Samuel sacaba la porra de su mochila para desnucar a su presa, su mujer se estremecía entre los brazos de Darío. Mientras era penetrada una y otra vez por el joven, escuchó de repente un desagradable chillido proveniente del exterior. Tras un momento de pausa en el que empujó al chico de su lado y se dirigió a la ventana a mirar que ocurría en la calle, volvió a la cama y levantó su grupa hacia Darío para que le volviera e embutir su enorme pene. Que más le daba lo que ocurriera fuera de esas cuatro paredes.

La cara de horror de Samuel cuando quitó el paño que tapaba al cadáver fue indescriptible. Se había vuelto a equivocar, pero esta vez era imposible que hubiera ocurrido. Había dejado hacía unos minutos al anciano preparado para llevarse el golpe fatal, pero ahora se había encontrado con un tipo desconocido desnucado como un conejo para paella, con la cara pálida, el cuello cómicamente torcido hacia un lado y la lengua fuera. ¿Qué había ocurrido?, ¿Qué podía hacer ahora?, y sobre todo, ¿Dónde estaba el maldito viejo que le privaba una y otra vez de su querida calavera?
Con una rapidez de reflejos de la que hasta hacía unos segundos se hubiera creído incapaz, escondió el cadáver dentro de la maleta en el almacén, pero no sin antes cortarle la cabeza y meterla en una bolsa de basura. Esto último ni el mismo sabía por qué lo hizo, quizá porque estaba convencido de que seguir el plan prefijado era lo mejor, quizá por que ya había cogido esa extraña costumbre, o puede ser que fuera por que le había pillado el gusto a hacerlo.

El concejal Álvarez del Castillo seguía profundamente preocupado por su sexualidad. ¿Seré maricón?, se preguntaba una y otra vez mientras se dirigía a los calabozos acompañado del inspector Contreras, ¿y por qué precisamente soñé con moros?,  ¿acaso me gustarán los moros, esos despreciables y miserables moros?, ¿será por su olor a moro?
Al llegar a la sala, un desconcertado inspector siguió sus ordenes y le dejó solo con los treinta y cinco magrebíes detenidos en la reciente redada. Cuando el concejal observó detenidamente a los presos no puedo sentir más que asco hacia ellos. Le repugnaba su color, sus caras, sus ropas, su forma de hablar. Nada había allí que le agradara lo más mínimo. Contento con su pequeño experimento, el concejal Álvarez del Castillo estaba a punto de salir del calabozo, cuando su pene, que hacía una hora se había calmado al fin, se puso enhiesto como una torre. Ante la divertida mirada de los presentes, un avergonzado concejal se quedó pasmado, con un grotesco bulto en su pantalón que apuntaba hacia la meca y una mirada perdida que delataba su incomprensión sobre lo que le estaba ocurriendo. Entre las risas de los chicos del calabozo, un pensamiento doloroso y persistente ya se había alojado en su cerebro, Pues sí que voy a ser maricón, y va resultar que me gustan los asquerosos moros de mierda.

Totalmente colmada y agotada por la coyunda, la mujer de Samuel se relajaba dándose un baño de espuma en la bañera de Darío. El joven, después de limpiarse los bajos con una toallita, esperaba que saliera su amante mientras miraba la calle desde la ventana.
¡Coño!, tu marido acaba de salir de la peluquería, ¿no me dijiste que estaba enfermo en la cama?, y lleva una maleta enorme. ¿Una maleta?, preguntó la mujer desde el aseo, ¿cómo es esa maleta? Pues grande, enorme, y gris, respondió el chico, y añadió, si me hubieras dicho que tu marido estaba por aquí, nos hubiéramos ido al hotel de siempre. Yo no quiero líos con maridos cornudos.
No te preocupes de él, eso es cosa mía, dijo la mujer mientras salía presurosa del baño y totalmente desnuda se asomaba a la ventana. ¡Hijo de puta!, chilló mientras veía a su marido cargando la pesada maleta, era de mi madre, me la dejó en herencia, ¿que narices hace con mi maleta? Pues con lo grande que es seguro que se lleva media casa, igual te está abandonando, terció Darío. Eso es imposible, si ese cabrón intenta dejarme sola con los niños, antes lo capo.

Samuel estaba muy alterado. Mientras arrastraba el baúl con el cadáver por toda la calle, tenía la desagradable impresión de que lo estaban observando. Hasta llegó a creer, posiblemente en un momento de enajenación, que había visto a su mujer desnuda mirándolo desde una ventana de enfrente. Tengo que concentrarme, pensó, no debo ceder al miedo o acabaré cometiendo otro error.
Media hora después, Samuel consiguió cargar el cadáver en el maletero de su coche y puso rumbo al vertedero. Con un poco de suerte, pensó, nadie me verá descargarlo allí. Aún puedo librarme de la ley, y tarde o temprano conseguiré mi trofeo. Y es que, a pesar de los inconvenientes que le habían ido surgiendo, Samuel había salido airoso de todas las pruebas, y eso lo convencía aún más de su capacidad de llevar a cabo satisfactoriamente su plan. Hasta hacía unos días había pasado sin pena ni gloria por la vida como un aburrido y triste peluquero, pero en ese momento ya se consideraba una mente criminal de primer nivel, en ese instante, conduciendo por la carretera con un cadáver decapitado en el maletero, se sentía como Billy el niño, un auténtico forajido de leyenda que persigue su sueño, su tesoro. Se juzgaba por primera vez valiente, intrépido, imparable. Cien metros después de que este pensamiento pasara por su mente, su coche pinchó una rueda y tuvo que detenerse en el arcén.

María estaba fuera de sí. Si era cierto que su marido había decidido abandonarla y pensaba que ella no sería capaz de impedírselo, entonces era que no la conocía bien. Lo esperó horas sentaba en el sofá del salón dispuesta a lanzarle las diez plagas de Egipto a la cara en cuanto se lo encontrara, pero su marido no llegaba. Poco a poco le fue venciendo el aburrimiento y acabó durmiéndose mientras sostenía entre sus manos unas enormes tijeras de podar.

El Ilustrísimo Concejal de Seguridad ciudadana, señor Álvarez del Castillo, no se veía a sí mismo muy ilustre en esa postura. Desnudo y a cuatro patas en el suelo, esperaba angustiado la inminente acometida sexual de Samir, un joven magrebí que había conocido en el calabozo y que había accedido, a cambio de una pequeña suma, a satisfacer la curiosidad del concejal y darle por el culo. El señor Concejal apretó los dientes con fuerza y cerró los ojos a la espera del placer supremo, y también de la suprema de las vergüenzas, que le iban a llegar en breves instantes. Con un sonoro ¡Floook!, el pene del morito se instaló hasta el fondo de las entrañas del concejal, y este, después de resistir como pudo varias acometidas, gritó a pleno pulmón, ¡Me cago en Diooooos!, ¡No soy maricón, esto no me gusta nada!, ¡Sácame ese monstruo del culo moro cabrón! Las quejas del concejal no surtieron ningún efecto en Samir. Samir era un hombre que nunca dejaba nada a medias.

Era ya tarde y Samuel estaba agotado. Había tenido que cambiar la rueda en medio de la carretera, momento que también aprovechó para deshacerse de la cabeza, después se había dado una paliza de trescientos kilómetros al volante para dejar el cadáver en el vertedero de otra ciudad y volver, y por último, había tenido que frotar durante horas el maletero del coche para dejarlo limpio de cualquier rastro que pudiera delatarlo. Su cuerpo le pedía descanso urgente, pero Samuel ya estaba harto de la situación, quería hacerse con la cabeza inmediatamente, sin más dilación. Deseaba sobre todas las cosas volver a frotar el maravilloso cráneo entre sus dedos y poder olvidar el horrible día que había tenido, así que después de aparcar el coche frente a su casa, cogió todo el equipo y se dirigió con paso ligero hacia la casa del anciano. Esto termina esta noche, dijo en voz alta mientras caminaba.

El anciano estaba muy contrariado. Y aunque se sintió satisfecho de la vez que el peluquero le cortó el pelo, sobre todo por el largo y placentero masaje que le dedicó mientras le lavaba la cabeza, en las otras dos ocasiones que intentó repetir la experiencia el resultado fue sumamente frustrante. En la primera de las ocasiones, en vez de al peluquero fue un cadáver lo que encontró, y en la siguiente intentona después de cederle amablemente el turno a un joven, cuando volvió de su paseo se encontró la peluquería cerrada. Con su paciencia colmada, estaba firmemente decidido, con gran pena de su corazón, a cambiar de barbero. Mañana mismo busco otro establecimiento, se dijo mientras preparaba una frugal cena a base de fruta.

María se despertó con el sonido del coche de su marido. Reconocería ese ruido entre un millón de motores, pensó, voy a colgar de los huevos a ese cabrón. Salió a la calle esperando encontrase a su marido avergonzado y sumiso sin atreverse a cruzar la puerta de casa, pero en vez de eso lo vio corriendo en dirección contraria y cargando una mochila. ¿Adonde vas, desgraciado? Dijo para sí rechinando los dientes, y se puso a seguirlo en la distancia.
Este tiene una amante, seguro, se mortificaba María mientras lo seguía. Pues si resulta que no me hace el amor desde hace meses porque se lo hace a otra, esta noche voy a cometer una locura.

La mujer del inspector Contreras preparaba unos deliciosos espaguetis carbonara mientras miraba de reojo a su marido que, sumamente intranquilo, deambulaba por la casa sin dirección aparente. ¿Qué te pasa cariño?, ¿te preocupa algo? Es el maldito concejal, respondió Contreras, nos está volviendo locos a todo el departamento, Esta tarde ha ordenado que soltemos a todos los moros. Y mientras nos marea con sus ocurrencias, añadió el inspector, la prensa se me echa encima como buitres, y para colmo, nadie tiene la menor idea de cómo avanzar la investigación. ¿Habéis mirado lo de las sectas satánicas que te dije?, preguntó su esposa, esos siempre están detrás de estas cosas.
Justo quince minutos después de esa conversación, mientras el inspector mojaba un trozo de pan en la sabrosa salsa carbonara, una llamada de la comisaría le informó de un último hallazgo sobre el caso. ¿Sabes que, caramelito?, dijo el inspector con la boca chorreante de espaguetis, al final vas a tener razón y va a ser cosa de satánicos de esos, han encontrado otra cabeza tirada en la carretera.

El concejal, dolorido y totalmente enajenado, permanecía desnudo y en posición fetal tendido en el suelo. Tenía los ojos cerrados, los labios apretados, y recitaba una extraña letanía mientras lloriqueaba como un niño, malditosmorosmariconesdemierdamariconesdemierda… Samir, cuando salió del aseo y lo vio tan frágil, no pudo evitar conmoverse con la escena y, como le ocurría siempre que se ponía sentimental, sus veinticinco centímetros de polla volvieron poco a poco a alzarse como un mástil.
Jefe, me la ha vuelto a poner como un tronco, ¿quiere que repitamos?, esta vez no se lo cobro.
Cuando el concejal de seguridad ciudadana vio el palo que se blandía ante él, lanzó un alarido y salió corriendo de la casa como poseído por el demonio. Bajó a trompicones los cinco pisos del edificio y huyó por la calle entre gritos horrendos.

El anciano ya estaba terminando de cenar cuando notó que un trozo de albaricoque se le había metido por el conducto equivocado. Aunque durante unos segundos el miedo lo paralizó, enseguida reaccionó y logró arrastrarse medio asfixiado hasta la casa de sus vecinos y tocar a su puerta. El vecino, ya acostumbrado a los sustos que le proporcionaba el anciano, actuó rápido. Se colocó a la espalda del viejo y el realizó la maniobra de Heimlich abrazándolo desde atrás y presionando con las manos en el tórax. Después de tres o cuatro embestidas, el trozo de albaricoque salió expulsado y cayó al suelo. El anciano quedó exhausto, y el vecino, aunque con evidentes signos de fastidio, accedió a acompañarlo a su casa y quedarse con él hasta que se durmiera.

En el preciso instante que el albaricoque botaba en el suelo del rellano del anciano, María se encontraba ya a escasos cien metros del edificio, agazapada entre dos coches espiando a su marido. El desgraciado va a entrar en esa casa, dijo en voz baja. Seguro que allí tiene a su querida. Pues esta vez no se saldrá con la suya, en cuanto baje le voy a romper las pelotas.

Mientras, Samuel, sin sospechar la férrea vigilancia de su mujer, se disponía a subir al piso del anciano y esta vez nada lo detendría. Estaba firmemente convencido de volver a casa con su cráneo y pasaría por encima de quien intentara impedirlo. Sacó de la mochila la sierra y la porra, y armado de esta guisa subió corriendo por las escaleras con un siniestro brillo en los ojos. Soy el ángel de la muerte, decía fuera de sí mientras bufaba con cada escalón, y vengo a por lo que es mío.

¿Sabes que pienso?, dijo la mujer del inspector Contreras mientras se cortaba las uñas en el aseo. ¿Qué es lo que piensas, caramelito?, le respondió el inspector ya casi dormido. Que ese concejal no te respeta, continuó la mujer, no tiene en cuenta tu valía. Creo que deberías hacer carrera política, seguro que se te daría bien, podrías ocupar su cargo y lo harías mil veces mejor que él. Pero, caramelito, ¿Qué se yo de política?, dijo el inspector, yo sólo soy un policía, ¿que voy a saber yo de los “intríngulis” de ese mundo? No te subestimes, cariño, sentenció la mujer del inspector mientras recogía las uñas y las tiraba por el inodoro, tienes todo lo necesario para “ese mundo”. ¿Ah, sí?, ¿y que es eso que tengo que me hace tan útil para “ese mundo”?, dijo el inspector que se empezaba a intrigar con la conversación. La mujer del inspector entró en la habitación, se sentó en la cama próxima a su marido y lo besó con ternura en la frente, acto seguido continuó con su  discurso. No tienes imaginación, ni empuje, ni demasiada inteligencia. Pero, caramelito…, cortó el inspector. No me interrumpas, ratoncito, ahora mismo acabo, continuó la mujer, pues como decía, eres previsible, sin ideas propias y un poco vago, y lo mejor de todo, añadió la mujer tapando la boca de su marido que airado estaba a punto de volverla a interrumpir, eres incapaz de llevarle la contraria a tus superiores, eres el concejal perfecto para esta ciudad, pero hasta ahora no lo sabías.
El inspector no supo que decir. Miraba incrédulo a su mujer e intentaba asimilar todo lo que acababa de oír. Su mujer lo besó en los labios, un beso profundo y dulce, y añadió, todo esto lo digo por tu bien, es bueno que conozcas tus cualidades para poder aprovecharlas. Te quiero mucho, ratoncito, ten fe, seguro que aparecerá el asesino que buscas, y ya verás como en poco tiempo serás tú el concejal. Buenas noches, ratoncito. Buenas noches, caramelito.
Esa noche, el inspector Contreras no pudo pegar ojo. Tenía mucho en que pensar

María seguía vigilando la entrada del edificio, cuando una gran masa de carne desnuda y sudorosa chocó con ella. El golpe la lanzó al suelo y tardó unos segundos en darse cuenta de lo que había pasado. A su lado, encogido en forma de una enorme albóndiga, vio lo que parecía un hombre desnudo sollozando. Intentó calmarlo pero fue tarea imposible. El obeso nudista era inconsolable, con la cara tapada entre sus manos repetía sin cesar, malditosmorosmariconesdemierdamaridonesdemierdamariconesdemierda… La mujer del peluquero, aunque sumamente irritada por la actitud de su marido, no podía dejar sólo y desvalido a aquel hombre, así que, apiadándose de él, se ofreció a llevarlo a su propia casa y darle algo de ropa. Consiguió que se levantara y agarrándolo de la mano lo fue arrastrando calle abajo.
Cuando no llevaban recorridos ni diez metros, se cruzaron con un joven que salía de un portal. El concejal Álvarez del Castillo, que ya había conseguido calmarse un poco, en cuanto vio al chico mudó el rostro. De repente se puso pálido como la cera y, mientras miraba muerto de miedo el pelo rizado y la tez oscura del chico, lanzó un alarido inhumano: ¡Un mooooro!, ¡un mooooooro! Segundos después, María y el joven observaron incrédulos como los cien quilos de concejal comenzaban a correr como alma que lleva el diablo, tirando una papelera, tropezando y cayendo cada pocos pasos, y acabando por entrar al portal de una casa y perderse de vista. ¡Coño!, pensó maría, el pobre desgraciado ha entrado al mismo portal que mi marido, esto se va a poner interesante.

El anciano dormía profundamente, así que no oyó nada de lo que pasó en su casa aquella noche. Como un convidado de piedra asistió sin enterarse de nada a la repentina aparición de Samuel que, armado hasta los dientes, tiró la puerta abajo de una patada. Tampoco escuchó el grito de fastidio de su vecino, que con un “mecagoentodo” la emprendió a golpes con el pobre peluquero. Por supuesto, los dormidos oídos del viejo no llegaron a apreciar el crujir de huesos de Samuel mientras su vecino, un hombre pequeño pero muy fornido y curtido durante treinta años descargando barcos, destrozaba su cuerpo a puñetazos y patadas. El sueño y una severa sordera también privaron al anciano de escuchar el retumbar del suelo cuando un hombre obeso y desnudo apareció en el rellano lanzando alaridos de mujer y tapándose el culo con las dos manos, ni las blasfemias del vecino, que ya fuera de sí, dejaba tendido al peluquero y se subía a la espalda del gordo para acabar con él. También le fue imposible al anciano enterarse del trompazo que se pegaron los dos al caer por el hueco de la escalera mientras forcejeaban. Así que esa noche el anciano durmió plácidamente, y soñó con su juventud, y con Belén, su primera novia, a la que besaba bajo un olivo cuando nadie los veía, y a la mañana siguiente amaneció muerto de un infarto, pero con una bonita sonrisa pintada en sus labios.

Samuel en cambio no tuvo una mañana tan plácida. Le dolían todos los huesos y además se sentía muy frustrado. No sólo no pudo cortarle la cabeza al anciano, si no que en el intento perdió su equipo. Lo he dejado todo lleno de pruebas, pensaba mientras se colocaba una improvisada faja de tela alrededor del tórax, seguro que ya saben que fui yo, no tardarán en venir a buscarme. No recordaba bien cómo llegó a casa, lo último que podía traer a su mente, antes de que todo se volviera negro, era una la visión de una enorme manaza golpeado su cara. Y tampoco tenía la más remota idea de lo que había pasado aquella noche. Lo que iba a ser un trabajo rápido y fácil, ¡sólo era un pobre viejo, por el amor de Dios!, se convirtió en una batalla campal. Pero lo más raro de todo era la extraña sonrisa que tenía su mujer, una sonrisa acusadora que le dedicaba mientras le ayudaba a remendarse. ¿Acaso sabe algo?, pensó Samuel, no imposible, si lo supiera estaría muerta miedo, si supiera que soy un asesino frío y sádico no estaría tan tranquila a mi lado.

Esa mañana el inspector Contreras empezó a sospechar que su mujer era bruja. Había acertado en todo lo que predijo. El asesino apareció solo, sin que él tuviera que hacer nada para encontrarlo, y si eso no fuera poco, el alcalde acababa de pedirle que se presentara para concejal de seguridad ciudadana en las próximas elecciones. Mientras miraba asombrado como se llevaban detenido al Concejal Álvarez del castillo, intentaba exprimir al máximo su cerebro para encontrar una explicación mínimamente creíble para presentársela a la prensa. Dos hombres descabezados, un anciano muerto de infarto, bueno, a este lo podía eliminar de la ecuación, seguramente no tenía nada que ver con el caso, otro muerto por caída desde gran altura y un concejal desnudo y aturdido. ¿Cómo narices iba a encajar todo eso?
De repente, un brillo de inteligencia iluminó al inspector: Ya está, ya lo tengo.

Samuel no salía de su asombro cuando leyó el periódico. En grandes letras rojas se destacaba: “Capturado el monstruo decapitador”, y un poco más abajo, como subtítulo: “Atrapado el concejal satánico”. El artículo era aún más delirante. Según se describía, el concejal era miembro de una secta satánico-nudista, que acechaba a sus víctimas en bolas para cogerles desprevenidos y robarles la cabeza. El periodista daba como pruebas la aparición del concejal en cueros y desmayado encima de una de sus víctimas, y añadía que se habían encontrado en la escena del crimen la porra, la sierra y la mochila con bolsas para guardar las cabezas. Del interrogatorio al concejal sólo se desvelaba que este aseguraba no recordar nada, pero demostraba una animadversión enfermiza contra los inmigrantes árabes, por lo que ya se estaba investigando la posible colaboración de grupos de xenófobos de extrema derecha. Por último se elogiaba en el artículo la impecable investigación de la policía, investigación comandada por el famoso inspector Contreras, del que se rumoraba que próximamente podría ocupar el cargo del concejal saliente.

Y ahora haz el favor de contarme que es lo que pasó anoche, dijo María a su marido, está claro que no ibas a ver a una amante, ni que tampoco te ibas a fugar de casa, ¿verdad?
¿Cómo?, ¿pero tú cómo sabes…? trató de decir el angustiado y perplejo peluquero. ¿No recuerdas cómo saliste de allí, verdad?, interrumpió María. Pues la verdad es que no recuerdo casi nada de anoche, todo ocurrió muy rápido y… Pues fui yo quien te sacó de allí, llevaba tiempo espiándote y cuando entró el gordo loco decidí ir detrás suya…
María explicó al peluquero todo lo que vio en el piso y cómo lo arrastró de un pié durante media hora hasta llevarlo a casa. Después de escuchar atentamente a su mujer, Samuel se echó a llorar como un niño, gimió y moqueó toda la tarde, y entre moco y moco le contó a su mujer la historia del viejo y de su cabeza, y de cómo se había sentido tocando ese cráneo perfecto, y luego fue narrando los crímenes infames que había cometido, y lo fuerte y valiente que se sentía mientras segaba cabezas en busca de su tesoro. Fue una descripción larga y detallada en la que no se dejó nada en el tintero. Durante toda su exposición mantuvo la cabeza gacha, sumamente avergonzado, no se atrevía a mirar a su mujer a los ojos. Cuando la mano pequeña y fría de María le cogió la barbilla y lo obligo a levantar la vista, Samuel observó una expresión inquietante en su mujer. No era asco, ni asombro, ni siquiera miedo, era la misma cara de depredadora sexual que le ofrecía a Darío cada vez que este le enseñaba su enorme pene, pero claro, el peluquero hasta ese momento nunca había visto esa expresión. Con un movimiento felino, María se abalanzó sobre su marido y lo tiró al suelo. Cariño, dijo María a un asustado Samuel, es la primera vez que te he visto comportarte cómo un hombre de verdad, y aunque es un poco fuerte todo lo que me has contado, no sabes lo cachonda que me has puesto. Acto seguido hicieron el amor como bestias. Toda la noche. María tuvo tres orgasmos y a Samuel se le terminaron de romper las pocas costillas que tenía sanas.

¿Ves cariño, como tenía razón?, dijo la mujer del inspector. Es cierto, caramelito, me tienes admirado, se cumplió todo lo que me dijiste, respondió Contreras. Claro que sí, ratoncito, por eso tienes que hacerme caso siempre a todo lo que te diga, añadió la mujer mientras acariciaba el pecho peludo del inspector. Por cierto, continuó la mujer, ¿cómo está la mujer del concejal?, sabes que es muy amiga mía, ¿la están tratando bien tus compañeros? Claro que sí, caramelito, respondió Contreras, me ocupé personalmente de que tuviera toda la ayuda posible. Eso está bien, pobrecilla, lo que tiene que estar sufriendo desde que se descubrió que su marido era un satánico nudista, continuó la mujer. Pues sí que lo estará pasando mal, dijo el inspector mientras tiraba torpemente del cierre del sujetador de su mujer para intentar acabar con el tema de conversación. Ay, ratoncito, que torpe eres, me estás haciendo daño, deja, ya lo hago yo, dijo la mujer mientras se quitaba el sujetador dejando escapar dos gigantescos pechos, te veo retozón, ratoncito, ¿quieres jugar con mami, verdad?, Pues no te preocupes que hoy te lo has ganado campeón, hoy voy a hacerlo con todo un señor concejal, jijiji, va a ser todo un honor, por cierto, te tengo preparada una sorpresa, es una idea que me dio la pobre mujer del concejal, algo que probó con él y me dijo que le encantó, no, no pienso decirte lo que es, ahora mismo lo descubrirás. Y dicho esto, la mujer extendió el dedo índice y lo dirigió hacia el culo del inspector Contreras.

Epílogo

Al día siguiente, el peluquero y su mujer asistieron al entierro del anciano. Ante el féretro sólo se encontraban ellos dos y el cura. Mientras el sacerdote rezaba unas plegarias por el alma del finado, María le dijo por lo bajo a su marido, ¿Tan excepcional es esa calavera? Es el objeto más hermoso del mundo, respondió el peluquero. Entonces quiero que me la traigas, añadió María. ¿Cómo?, tartamudeó Samuel. Ya lo has oído, quiero tenerla, esta noche ves al cementerio y desentiérrala para mí, follaremos como locos frente a ella, después de todo el lío que has armado lo menos que puedes hacer es conseguirla para mí. Y una cosa muy importante, que no se te ocurra cagarla de nuevo.



Héctor Gomis
http://uncuentoalasemana.blogspot.com

1 comentario:

  1. Se me ocurren muchos calificativos para este cuento. Diré solamente que me ha gustado mucho y que una vez empezado no he tenido mas remedio que terminarlo. Todas las historias de ficción necesitan la complicidad del lector. Porque quién lee sabe que le estamos contando una película que nos hemos sacado de la manga, y podemos ser magos virtuosos o ilusionistas patéticos. Creo que has conseguido un gran dinamismo, y al menos en mi caso una completa complicidad.
    Un saludo

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