miércoles, 21 de octubre de 2009

17 – Los tres meses en los que Don Damián fue inmortal y las increíbles aventuras que vivió en aquellos días – Capítulo III


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Es bien sabido que la humildad es una virtud muy escasa en este mundo. La vanidad y el orgullo han corrompido el alma de la gente por los siglos de los siglos, convirtiendo nuestro planeta en lo que ahora es, un lugar inhóspito y peligroso para las personas de buen corazón. Por ello, fue para mí una gran alegría ver una muestra de esa sabia humildad en Don Damián al pedirme que yo realizara en su nombre la primera de sus importantes tareas, la de escribir un libro. Y se muy bien que no lo hizo por pereza, mi patrón hubiera sido perfectamente capaz de vivir sus aventuras y escribirlas a un tiempo, sino que en su magnanimidad prefirió concederme ese honor, y así todos los días, mientras el dormía su acostumbrada siesta, me permitía sentarme a su lado y narrar en estas páginas sus últimas hazañas. En estos momentos, mientras paso a limpio mis apuntes, me viene otra vez el espíritu intrépido de aquel día en el que mi patrón se dispuso a llevar a cabo la primera de sus tareas, dejando un regalo en forma de árbol para las futuras generaciones.
La primera opción fue irnos a algún bosque cercano para dejar que nuestro árbol viviera con sus congéneres, cosa por otro lado muy adecuada ya que en un futuro este bosque, una vez que el mundo conociera las hazañas de mi patrón, seguramente pasaría a nombrarse bosque de Don Damián en honor a los múltiples trabajos y aventuras que se disponía a realizar y que asombrarían al mundo. Por desgracia, una vez allí, el extremo pánico que le producía la naturaleza le impidió siquiera bajar del coche, así que no tuvimos otra opción que volver a la ciudad y buscar un lugar verde, pero tampoco excesivamente verde, que nos permitiera llevar a cabo nuestro plan.
El cielo estaba oscuro y cubierto de unas espesas nubes, amenazaba lluvia, pero eso no nos amilanó, si algo he aprendido de Don Damián es que cada hombre debe enfrentarse a su destino sin importarle cualquier impedimento sobrevenido. Así que, armados de palas y con un una maceta de morera al hombro nos dirigimos a un parque cercano. Allí encontramos un pequeño parterre cubierto de césped y despejado de árboles, y mi patrón decidió que ese sería un lugar ideal para que su árbol destacara del resto. Una vez elegido el sitio adecuado y dispuestos a comenzar nuestro trabajo, empezaron a surgir los problemas. Nada más fijar la vista en el césped, mi patrón creyó ver algo moverse entre sus pies, de un salto se encaramó a lo alto de una farola y no consintió en bajar hasta que hube inspeccionado la zona palmo a palmo. Era una superficie pequeña, apenas diez metros cuadrados, pero, siguiendo las instrucciones de Don Damián, tuve que revisar cada brizna y debajo de cada hoja hasta asegurarme de que ningún insecto venenoso se encontraba allí. En la hora y media que duró mi búsqueda de animales peligrosos, durante la cual mi patrón se encontraba colgado a dos metros de altura y lanzando gritos de agonía, se fue formando un molesto grupo de curiosos alrededor, los cuales, intrigados y divertidos, comentaban la escena y se reían de mi pobre jefe. Mi patrón, estoico, aguantó las burlas de los ignorantes, demostrando un dominio de si mismo impropio de la gente normal, y cuando terminé mi inspección, bajó de un grácil salto que asombró a la muchedumbre.
Parecía que ya nada podía fallar, pero los dioses, que tantas veces han mostrado su envidia de las cualidades de los hombres verdaderamente grandes, decidieron enviarle a mi patrón un nuevo problema en forma de vigilante de estacionamiento. Este grotesco ser, debió sentir curiosidad por el gentío que nos rodeaba, y decidió dejar de poner multas por un rato para ver que ocurría.
Antes de narrar lo que aconteció en ese momento, debo hablar más largamente sobre aquel extraño personaje, quizá el más peligroso de todos los adversarios a los que Don Damián se enfrentó jamás. El vigilante de estacionamiento es una persona imbuida de un poder inmenso, ya que, además de su potestad de poner multas o incluso despojarte del coche, puede discutir con cualquier ciudadano sobre cualquier tema de urbanidad o civismo o leyes y siempre, sin ninguna salvedad, tendrá la razón en todo lo que diga. Esta cualidad debió ser implantada en sus genes desde su más tierna infancia, ya que nunca se ha conocido de uno que diera su brazo a torcer en discusión alguna. Esta característica hizo que el enfrentamiento que se produjo al encontrarse con mi patrón, dotado este de una perspicacia y clarividencia impropias del común de los mortales, desembocara en un momento épico que ninguno de los presentes podrá olvidar jamás.
La aproximación fue furtiva, mientras mi patrón y yo nos encontrábamos cavando el hoyo para plantar nuestro árbol, el vigilante se acercó por detrás, y con una voz suave nos preguntó nuestras intenciones. Don Damián, en su infinita paciencia, le explicó nuestra tarea y como íbamos a llevarla a cabo. Aunque pareció quedarse complacido con la respuesta, en realidad nuestro adversario recapacitaba sobre la mejor manera de imponer su voluntad a la de mi patrón, así que unos segundos después mostró su verdadera cara.

- ¿No sabe usted que lo que está haciendo está expresamente prohibido por las ordenanzas municipales? -dijo el vigilante.
- No creo haber aparcado en zona azul, caballero –respondió brillantemente mi patrón.
- Esto no tiene que ver con su coche, está totalmente prohibido destrozar o alterar el patrimonio de la ciudad.
- ¿Y? –preguntó Don Damián.
- Pues que es exactamente lo que usted está haciendo.
- ¿Sabía usted que la palabra patrimonio viene del latín?, es un derivado de "Patri onium", es decir lo recibido por el padre o pater, y se le define como un conjunto de cosas corporales que se transmitían de generación a generación. Se de buena tinta que este pequeño parterre lo terminaron de hacer la semana pasada, así que dudo mucho que sea un legado de generaciones anteriores.

La magnífica réplica de Don Damián dejó perplejo al vigilante de aparcamiento, y le hizo comprender que no se enfrentaba a un ignorante ciudadano cualquiera, eso le preocupó, pero no le hizo desistir, así que después de unos segundos para recomponer su discurso volvió a la carga.

- Tanto da lo que dijeran los griegos en la antigüedad…
- Los romanos –le interrumpió mi patrón.
- Bueno, los romanos, que más da…
- Pero como va a dar igual, caballero. –volvió a interrumpirle Don Damián- Sepa usted, caballero, que los griegos vivían en Grecia, hablaban griego y sus gentes se organizaban en ciudades estado independientes, por otro lado los romanos vivían en Roma, hablaban latín y se organizaban…
- Me importa un pito lo que hicieran los romanos. –Interrumpió esta vez el vigilante- Usted no puede hacer lo que pretende porque está prohibido y punto.
- Vamos a ver, cedamos los dos ante la lógica, ¿Qué es lo que esta prohibido exactamente?
- Pues estropear o modificar la propiedad pública.
- Bueno, pues al margen de que la propiedad pública, como su propio nombre indica, es para el público, en ningún caso estoy estropeando o modificando nada.
- ¿Cómo que no?, está cavando en el césped.
- Eso no es cierto, yo no estoy cavando, eso solo es parte del proceso, yo estoy plantando un árbol.
- ¿Y acaso eso no es modificar esta propiedad?
- En absoluto.
- ¿Cómo que no? –dijo el vigilante cada vez mas asombrado por la inteligencia de su contendiente.
- Claro que no, esto es un jardín ¿verdad?, y como cualquier otro jardín es susceptible de ser sembrado con una semilla que…, por ejemplo arrastre el viento, ¿no?
- Pues si, pero…
- Pero nada, yo estoy haciendo lo mismo que el viento, adornar con un precioso árbol este triste trozo de tierra.
- Ya, pero el viento es un elemento de la naturaleza, como la lluvia o el sol, contra eso no se puede legislar, pero si con lo que hacen las personas.
- ¿Y acaso yo como animal, inteligente si pero animal al fin y al cabo, no pertenezco a la naturaleza?, ¿si viniera una ardilla y cagara una semilla en este jardín la detendría acaso?
- Pues, no, pero…
- Pues por la misma razón yo, que por supuesto no estoy dispuesto a enseñar las posaderas en público, tengo el mismo derecho que esa ardilla a…
- Bueno, basta ya. Le ordeno que cese en su actitud o me veré obligado a…
- ¿A que?, ¿a ponerme una multa por aparcar mal mi árbol?

El gentío que se apiñaba alrededor prorrumpió en risas, avergonzando al vigilante y provocando que las venas de su despejada frente empezaran a palpitar.

- Esto ya se va a terminar, váyanse ahora mismo o me veré obligado a llamar a la autoridad.
- Ya me parecía a mi que usted mucha autoridad no demostraba –replicó Don Damián, volviendo a arrancar las risas de los presentes.

El vigilante de aparcamiento se fue refunfuñando y nosotros pudimos volver a nuestra faena.

El proceso fue harto complicado, nada más irse nuestra molesta compañía, apareció de improviso una lluvia fina que, aunque alejó a los curiosos dándonos más intimidad en tan especial momento, también caló el parterre y lo convirtió en minutos en un barrizal. Mi patrón, intentando olvidar el asco que le daba tanto la lluvia como pisar tierra mojada, sostenía el arbolito, mientras yo lo colocaba en el oportuno hueco, pero cuando el aguacero arreció, los espasmos corporales con los que se defendía de las gotas de agua volvieron imposible la tarea. A cada respingo de Don Damián seguía la caída de un puñado de hojas, y como estos eran rápidos y continuados, antes de lograr colocarlo en su sitio, el árbol quedó tan pelado como la cabeza de mi madre, que en paz descanse. Así que, cuando por fin quedó plantada, la maldita morera más bien parecía un triste gusano medio retorcido. Mi patrón y yo, guarecidos bajo un paraguas, nos quedamos mirando en silencio el pobre resultado de nuestro esfuerzo. Yo estaba muy decaído, y apunto estuve de ponerme a llorar, pero Don Damián, agarrando fuertemente mi hombro, me dijo al oído: “No te preocupes amigo mío, ese árbol vivirá, crecerá y se volverá fuerte y robusto, y dentro de muchos años, cuando ya seas un anciano, podrás traer a tus nietos a este mismo lugar y hablarles de mí bajo la amplia sombra que dará nuestra morera.”
Fueron unas palabras preciosas, si señor, dulces y reconfortantes, lástima que no llegara nunca a cumplirse su predicción. Una vez más, como a un moderno Sísifo, se le volvió a caer la roca nada más subirla a la montaña, y así, cuando disfrutábamos de nuestro triunfo, exiguo quizá, pero triunfo al fin, la fría sonrisa del vigilante de estacionamiento apareció en escena.

- Bueno, veo que no han acatado mis órdenes –dijo el ladino.
- Por supuesto que no. Mi compañero y yo solo obedecemos las órdenes de la razón y la lógica.
- ¿Ve usted agente?, es un delincuente muy escurridizo –indicó el vigilante a un guardia civil que traía agarrado del brazo.
- Primero suélteme usted, ¡Narices! Mira que es usted pesado, todos los días dándome la vara con esto y con lo otro. A ver, ¿Qué cojones pasa aquí?

El guardia civil, después de imponer orden con sus gritos, dedicó a Don Damián una mirada de enojo, y mi patrón, después de observarle atentamente, dedujo enseguida que nada podría hacer para razonar con aquel personaje.

- Vamos a dejar las cosas claritas -añadió el guardia-, me estoy calando con la lluvia, hoy he tenido un día muy jodido, y no me gusta nada que me toquen los cojones por tonterías.
- Nada más lejos de mi voluntad que el manipular sus testículos, caballero. Aquí, mi amigo y yo sólo intentábamos plantar un árbol en este jardincito vacío y olvidado.
- ¿Lo ve capitán?, ¿lo ve? Es muy escurridizo –le dijo el vigilante al oído.
- ¡Déjeme usted en paz la oreja! Si yo fuera capitán iba a aguantar sus tonterías su padre. ¡Me cago en mi vida! Vamos a ver, ¿todo este follón es por esa mierda que hay ahí plantada? –preguntó el guardia señalando lo que quedaba en pié de la morera.
- Exactamente, oficial. Estos individuos, saltándose las ordenanzas municipales, y aunque yo personalmente se lo había prohibido, han destrozado la propiedad pública y además….
- Vale, vale, vale, ya me lo ha contado veinte veces de camino –le interrumpió el guardia- ¿y se puede saber por qué han elegido ustedes este barrio para venir a tocarme los cojones con su arbolito?
- Le repito que en nuestro ánimo nunca ha estado el palpar sus genitales. Solo elegimos este trozo de jardín porque estaba vacío, y un árbol lo alegraría. Nunca, en ningún caso, pensamos en agraviarle con nuestras manos en sus órganos, eso no sería razonable ni decente.
- ¿Ve sargento?, se va por las ramas y no acata, no acata. Este hombre no cumple con la ley. Debe usted hacer algo.
- Ay, Dios mío, y acabo de empezar mi turno –se lamentó el guardia.

El guardia civil suspiró, se frotó los ojos con sus rechonchas manos, volvió a suspirar y mirando a mi patrón añadió con desgana:

- ¿Y no se han parado ustedes a pensar que igual este jardín está así de vació porque el jardinero ha decidido que así debe de ser?
- Por supuesto, pero si la estupidez o la incompetencia de un servidor público determina que una cosa esté mal cuando debe de estar bien, cualquier ciudadano en su sano juicio tiene la obligación de subsanar el error.
- Vamos a ver, veo que esto va a ser largo, les advierto que tengo mucha paciencia, pero no es infinita. ¿Por qué no cogen su árbol y se van a plantarlo a otra parte?, probablemente tengan más suerte y no les vea ningún cotilla, y si no es así, por lo menos le tocarán los cojones a otro que no sea yo.
- No señor, esa no es solución. El acto que han realizado es ilegal, y su deber es impedírselo o incluso detenerles por vandalismo, y añado que su velada alusión a mi persona llamándome cotilla no es en ningún modo correcta, y aún más, puede ser motivo de sanción si doy parte a sus superiores y…
- En la primera parte estoy de acuerdo con el cotilla –interrumpió Don Damián con una sonrisa-, desde luego no es solución llevarnos el árbol. Si arrancamos sus raíces del suelo, el pobrecito podría morir, y para nada habría servido nuestro trabajo. Además, estoy seguro de que el jardinero se alegrará grandemente cuando vea nuestro árbol adornando su jardín. Nadie en su sano juicio desdeñaría la belleza y harmonía que proporciona la naturaleza.

Para no aburrirle, querido lector, con el largo desarrollo de la discusión, le indicaré que durante aproximadamente una hora, mi patrón y el ruin vigilante de aparcamiento se enzarzaron en una disputa dialéctica extremadamente violenta, aunque brillante y verdaderamente estimulante. En sus alegatos, Don Damián informó a los presentes de lo dura que es la lucha en la naturaleza y lo difícil que lo tienen los distintos seres que la componen por sobrevivir, habló también de la injusticia que sería el quitar la posibilidad a las generaciones venideras de disfrutar de tan bello ejemplar de morera, y discutió firmemente por el derecho de todo hombre a mejorar su entorno en la medida de sus posibilidades, y siempre y cuando mantuviera uno el orden geográfico establecido (esto último no he logrado descifrar que significa, pero debe ser muy importante, ya que hizo gran hincapié en ello). Por su parte, el astuto vigilante enumeró las ciento cincuenta ordenanzas que, según él, habíamos violado, así como otras treinta que a su vez estaba quebrantando el guardia civil al no intervenir de manera inmediata y prestarle su ayuda.
Cada vez que el agente de la ley intentaba integrarse en la discusión, el vigilante o mi patrón cambiaban el rumbo de la misma, llevándola a vericuetos más y más enrevesados, y por supuesto, fuera del corto alcance de sus entendederas. Este, frustrado y envidioso de tan grandes y privilegiados cerebros, fue alterándose más y más, hasta acabar explotando. Con la mirada vidriosa y su cara hincada y encarnada como el culo de un mandril, dijo a voz en grito:

- ¿ Y no podría ser que el pobre jardinero encargado de este trozo de tierra, tenga en su casa una foca de mujer, un cuñado gorrón y una bruja de suegra que le hacen la vida imposible, se quejan siempre por todo y convierten sus días en una miseria continua, y luego va a trabajar y su superior, que es veinte años más joven y además es idiota, le manda a hacer los trabajos más estúpidos, y acaba teniendo que aguantar todos los días pirados como ustedes dos, o chivatos como el imbécil de la gorra, y se levanta cada mañana pensando en la gran mierda en la que se ha convertido su vida y las ganas que le entran de subirse a un campanario, coger su arma reglamentaria y liarse a tiros contra todo bicho viviente, para acabar saltándose la tapa de los sesos?, ¿no creen que podría ser?, ¿y si así fuera, creen que un jodido y escuchimizado árbol de mierda serviría para animarle lo más mínimo? ¡No!, cada vez que viera un jodido y escuchimizado árbol de mierda como el suyo lo tiraría abajo a patadas, le prendería fuego y luego cagaría en sus cenizas, porque ese pobre desgraciado no querría ver nada bonito cuando fuera a trabajar, porque ver algo hermoso le recordaría que en su vida no hay absolutamente nada parecido, solo mierda, mierda y gente decidida a tocarle los cojones. Exactamente igual a mi mierda de vida y a vosotros, tocacojones, que aguantaros es peor que un dolor de fimosis. En otros tiempos os habría fusilado a los tres por menos que esto.

El guardia civil interrumpió su alegato y comenzó a llorar como un niño. Así estuvo durante un buen rato, llorando y escurriéndose despacito hasta acabar sentado en el suelo. La brillante e intelectual discusión que había presenciado fue seguramente más intensa de lo que podía soportar su débil razonamiento, y ante tan grandes contendientes no pudo más que rendirse.
Cuando el vigilante intentó que se levantara, el pobre hombre, hundido y desesperado, cogió su pistola y la apuntó hacia sus ojos.

- Ni se te ocurra volver a hablarme. Si lo haces te vuelo la cabeza. Iros de aquí, largo de aquí todo el mundo. Cuando consiga levantarme al que vea cerca le pego un tiro. La vida es una gran mierda, y vosotros no sois más que las moscas que revolotean a su alrededor. Si os vuelvo a ver os espantaré a balazos.

Como desgraciadamente la razón y la lógica no tenían cabida ya en ese lugar, mi patrón y yo decidimos huir, y no paramos de correr hasta llegar a su hotel.
Esa noche mi patrón no volvió a abrir la boca. Cuando lo metí en la cama y le dí su tazón de leche aún temblaba como un niño, y después, cuando al fin consiguió dormirse, le escuché llorar en sueños y repetir una y otra vez “eso no ha sido nada lógico” y “el árbol mantenía un orden geográfico establecido” (esto último, como ya comenté, sigo sin saber que significa).

A modo de epílogo de este capítulo, añadiré que nada más volvimos a saber de aquel guardia civil, en cambio, desgraciadamente si que tuvimos que enfrentarnos en posteriores ocasiones al vigilante de aparcamiento, y en cuanto a nuestra pobre morera, al día siguiente, y con no poco miedo en el cuerpo por si acababa con una bala entre ceja y ceja, me acerqué a aquel funesto jardín, y en el lugar donde, con tanto trabajo, conseguimos plantar nuestro árbol encontré un puñado de cenizas, un tricornio y una gran mierda encima.


Héctor Gomis
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