sábado, 4 de abril de 2009

1 - Mil trescientos cincuenta y dos

Ya han pasado dos meses desde mi último ataque de pánico. He conseguido rehacerme después de muchos días llorando en casa y lamiendo mis heridas, y ahora parece que al fin me vuelven las fuerzas.

Esta mañana salí a la calle por primera vez en mucho tiempo y todo fue bien. Bajé las escaleras rápido para no encontrarme con nadie conocido, todavía no estoy preparado para enfrentarme a otra persona, y al salir a la calle respiré profundamente. Era el mismo aire viciado de siempre, pero era aire del exterior. Me costó adaptar la vista a la luz del sol después de tantos días viviendo en la penumbra de mi casa.

Al principio el bullicio de la calle me asustaba, pero estaba decidido a no retroceder. Me había costado demasiado llegar a este punto para flaquear tan pronto. Iba a ver el mar y eso me calmaría, siempre lo hacía. Recorrí toda la avenida mirando al suelo y contando los pasos que me acercaban a mi objetivo. Mil trescientos cincuenta y dos pasos después llegué a la playa, me quité los zapatos y recorrí los últimos metros que me separaban de la orilla notando la arena en los pies. El agua estaba calmada y limpia, parecía querer serenarme con su actitud. Me senté a mirar el horizonte mientras las olas me mojaban los pies y el culo, y experimenté un enorme placer. Encendí el último cigarro que me quedaba y comencé a reflexionar sobre lo que me había estado ocurriendo este último año.

Habían pasado un par de horas, cuando una anciana cruzó delante de mí. Llevaba un vestido verde horrible, y con una mano se remangaba la falda, mientras que con la otra sostenía lo que le quedaba de un bocadillo. Estaba muy graciosa, intentando mantener en equilibrio su rechoncho cuerpo sin tirar el bocadillo ni mojarse la falda. Unos metros después su titánica tarea se demostró inútil al dar de bruces en el suelo, pringándose de agua y arena, y tirando el bocadillo al suelo. Se levantó con mucha dignidad, y sin hacer caso a las risas de unos niños que observaban la escena, siguió caminando como si nada.

La seguí con la mirada hasta que se perdió de mi vista, y al volver mi cabeza hacia el mar, vi tres pájaros que se posaron junto al bocadillo. Se acercaron a él con precaución, y después de unos tímidos picoteos, se abalanzaron sobre su objetivo y lo devoraron violentamente. Observando absorto la escena, perdí la noción del tiempo y el espacio, y borré de mi mente todos los problemas que habían vuelto mi vida del revés. Sólo estábamos los pájaros, el bocadillo de la absurda vieja, el mar y yo. Y me sentí profundamente solo, y me sentí bien, consciente de mi existencia por primera vez y lúcido como nunca antes lo había estado.


Héctor Gomis
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