sábado, 12 de diciembre de 2009

25 - La primera vez

¿Cómo es el mar?, preguntó el abuelo mientras yo arrancaba el coche.
Es azul, le respondí.
¿Y qué más?, ¿cómo es de grande?
Es lo más grande que haya visto, no se termina nunca.
Ah…, debe ser increíble.
Lo es, abuelo, lo es.

Aceleré el motor y nos fuimos de la residencia a toda velocidad.
Salimos de Madrid a las diez de la noche. Si todo iba bien no se darían cuenta de su desaparición hasta la mañana. Tiempo suficiente para nuestros planes.

¿Cómo está, abuelo?, ¿necesita algo?
No, estoy bien. ¿Cuándo veré a Carmencita?
¿Quién es Carmencita?
Pues mi mujer, ¿Quién va a ser?, ¿Cuándo la veré?
La verá pronto. No se preocupe.

En el maletero llevaba ropa y alimentos para un par de días. No pensaba que fuera a surgir ningún problema, pero no estaba de más el ser precavido. El abuelo estaba excitado, se notaba fuera de su rutina y eso le alteraba, pero no estaba mal, al contrario, estaba más feliz que en los tres meses que lo había conocido.

¿De que marca es tu coche?
Es un Toyota.
¿Y eso que nombre es?
Es japonés.
Ah…
Yo tenía un Pegaso.
¿Un camión?
Si. Era blanco, y mi Carmencita le pintó unas rayas rojas a los lados.
¿Para decorar?
No, por el Atlético.
Bonito detalle.
Si, fue el año que ganó la supercopa de Europa.
¿Y cuando fue eso?
Pues no recuerdo. Mi memoria ya no es la que era.
Tranquilo, a todos nos pasa.
¿Y te fuiste hasta Japón para traer tu coche?
No, abuelo. Los venden aquí.
Madre mía. Yo no he visto nunca un japonés, sólo en la tele. Una vez vi un negro.
¿Y que le pareció?
Pues no me pareció ni bien ni mal. Se presentó un día en el pueblo, y recuerdo que me preguntó si había trabajo disponible. Yo le dije, hijo mío, aquí siempre hay trabajo para quien quiera trabajar, y le mandé a mi cuñado, que tenía unos viñedos y siempre buscaba brazos fuertes. Me dijo que se llamaba Emmanuel, pero todos le acabamos llamando Manolo.

No podía evitar sonreír con sus comentarios. Disfrutaba con la compañía del abuelo. Realmente era feliz a su lado, y me importaban poco las consecuencias de nuestra escapada.

¿Qué hora es?
Son las once y media.
Jejeje, y yo aún no me he ido a la cama. A la señora Reme le va salir humo por las orejas cuando se entere.
Hoy no tendrá que preocuparse de la señora Reme. Hoy está conmigo.
Me alegro mucho, me lo estoy pasando muy bien contigo. Pero no te olvides de que no puedo tardar mucho en volver. Si tardo mucho Carmencita se asustará. No puede dormir si no estoy a su lado.
No se preocupe. Hoy es un día especial. Carmencita lo entenderá.
¿Si?, ¿por qué es especial?
Porque va a ver el mar.
Ah…, debe ser increíble ver el mar. Cuando vuelva le contaré a Carmencita como es.
Eso, y si quiere puede sacar algunas fotos para enseñárselo.

La carretera estaba despejada y pronto llegamos a Albacete. El abuelo pasó todo el camino mirando embobado por la ventanilla.

¿Eso que son?
¿El qué?
¿Esos palos grandes?
Son molinos de viento.
¿Para el grano?
No, estos son más modernos. Fabrican electricidad.
Ah… Yo trabajé en un molino. Pero fue hace años, aún no conocía a Carmencita. En esa época se usaba para moler el trigo.
Ya, eso era antiguamente. Ahora la tecnología ha adelantado mucho, y los molinos transforman la fuerza del viento en electricidad.
¿Y ahora como se muele el trigo?
Con máquinas más modernas.
¿Y cómo funcionan esas máquinas?
Pues con electricidad me imagino.
Entonces seguimos igual que antes.
Jejeje. Tiene toda la razón.

El abuelo me indicó que necesitaba bajar para orinar. Paré en un área de servicio, y le dije que le esperaría en el bar. Media hora después, al ver que no aparecía, fui a buscarlo. Lo encontré sentado en el suelo al lado de la puerta del aseo.

¿Está bien, abuelo?
No se donde estoy. Hace un momento estaba en mi habitación, pero ahora no. No entiendo que ha pasado. ¿Dónde está Carmencita?
Carmencita le está esperando en casa. Hemos salido a dar una vuelta, ¿no lo recuerda?
Ah…, a ver el mar, ¿no?
Exacto.
Ahora lo recuerdo. ¿Queda mucho para verlo? No quiero que mi mujer se impaciente.
No se preocupe. Carmencita le esperará lo que haga falta.

Salimos del área de servicio y nos pusimos de nuevo en marcha. Hacía un poco de frío, pero el abuelo no quiso que subiera la ventanilla ni que conectara la calefacción.

Déjate de calefacción. Ya me tuestan bastante en la residencia. Aquello parece un invernadero. Un hombre necesita sentir frío lo mismo que sentir calor, al igual que se necesita sufrir la tristeza para disfrutar la alegría. Es absurdo que nos mantengan protegidos en una burbuja.
Es por su salud, abuelo. Para que no se constipe.
Me he constipado miles de veces en mi vida. No se por qué me protegen ahora como si fuera un crío.
Nos preocupamos por su salud. A su edad es delicada.
Pues de algo tendré que morir, digo yo. No voy a estar aquí para siempre. Además, ya me va tocando. Tengo ganas de volver a ver a mi Carmenci…

La voz del abuelo se quebró y sus ojos se empañaron. Intenté disimular la lástima que me producía y cambié de tema.

¿Y su hijo? ¿Cómo está?
Está muy bien. Es de los primeros en la escuela. Me ha dicho que quiere ser abogado.

Se equivoca, abuelo. Su hijo acabó la carrera hace muchos años. Ahora es un gran abogado, tal como le dijo. Es una persona muy importante.
Ah…
¿Está orgulloso de él?
Mucho, siempre ha sido un hijo fantástico, igual que tú.
No abuelo, yo no soy hijo suyo. Yo trabajo en la residencia donde vive.
Es verdad. Que cabeza la mía. Trabaja con la señora Reme, ¿verdad?
Si.
Pero tú me caes mejor que ella.

Ya habíamos llegado a la playa, pero desde donde estábamos no se veía el mar al taparlo las dunas. Paré el coche y bajamos. No le dije nada al abuelo, quería que lo descubriera de repente, como cuando yo lo vi de niño por primera vez.

¿Dónde estamos?
Es una sorpresa abuelo.
Ah…

Al pasar las dunas vimos el mar. Al abuelo se quedó paralizado nada mas verlo.

Si que era grande.
¿A que si, abuelo?
Y es tan azul como me dijiste.
Si.
¿Qué le parece?
No se que decirte. Es lo más grande que he visto nunca.
¿Le gusta?
Mucho. A estas alturas de mi vida, pensé que ya no lo vería.
¿Está contento?
Muy contento.

Estuvimos en aquella playa más de dos horas. El abuelo no volvió a abrir la boca en todo el tiempo, solamente miraba al mar y sonreía. Cuando el sol apareció entre las olas, el abuelo comenzó a aplaudir. Estuvo así veinte minutos. Luego se levantó y se dirigió al coche.

¿Volvemos a casa?
Si, abuelo.

Cuando ya habíamos recorrido treinta kilómetros dirección Madrid, se me ocurrió una idea estúpida. Di media vuelta y lo llevé de nuevo a la playa. Tal como me imaginaba, el abuelo se emocionó del mismo modo que la vez anterior. Una hora después, volvimos al coche, dí unas vueltas y lo llevé otra vez a la playa. Así estuvimos todo el día, y en todas y cada una de las ocasiones vio el mar por primera vez en su vida.


Héctor Gomis

viernes, 11 de diciembre de 2009

24 - El autobús

El autobús estaba abarrotado y yo luchaba por mantener la verticalidad frente a un grupo de ancianas que aporreaban mis testículos con sus bolsas de la compra. El recorrido solía durar unos treinta y cinco minutos, pero el calor y la incomodidad me lo hicieron parecer mucho más largo. Casi podía notar como el tiempo se hacía viscoso por momentos y frenaba su ritmo hasta casi detenerse. Me concentré en recordar una canción que me cantaba mi padre de niño. Entrecerré los ojos y apliqué mi mente en la tarea de revivir su melodía. Eso me distrajo ligeramente del exterior, y olvidé por unos instantes el dolor de riñones y las gotas de sudor que bajaban por mi cuello. Luego pensé en mi padre. En mi padre y en sus extrañas teorías.
El tiempo es flexible. Eso me decía cuando me veía aburrido. Hay momentos en los que transcurre muy veloz y los minutos apenas se perciben, y en cambio en otros, los segundos se eternizan en su camino y nos desesperamos con su lentitud.
El autobús se detuvo y la pérfida banda de viejas destrozatestículos bajó en tropel. Aspiré hondo, y disfruté del pequeño intervalo de bienestar que tenía hasta que volvieran a acorralarme los nuevos viajeros. Duró poco, lo que dura un pestañeo. Enseguida se volvió a ocupar todo el espacio con otros cuerpos, y de nuevo el tiempo volvió a frenarse.
Durante el resto del trayecto escuché las conversaciones de mis vecinos, y así me enteré de que el señor calvo situado a mi espalda no estaba nada conforme con su sueldo y se planteaba dejar su trabajo, y que la niña apoyada en la ventana había suspendido tres asignaturas y no tendrá vacaciones este verano, y también que la mujer de mi derecha ya no quería a su marido, aunque, como le decía a su amiga, se casaron hasta que la muerte los separara y le tocaba aguantar con él toda la vida.
El tiempo seguía arrastrándose indolente, y yo notaba la tensión de todos mis músculos esforzándose por mantener la posición. Vi como el hombre que tenía enfrente mascaba chicle despacio, muy despacio, y como después de un rato se lo sacó de la boca y lo pegó en una barandilla. Una mujer que lo vio, se lo comentó a su compañera, y las dos le dedicaron unas miradas de desaprobación. Yo, mientras observaba a mis vecinos, me imaginaba que si existía un infierno debía de ser como aquel autobús lleno de gente. Un autobús abarrotado, con un ambiente pegajoso, que nunca llegara a su destino y diera vueltas y vueltas sin cesar.
Por fin llegué a mi parada. Avancé a codazos hasta la puerta y conseguí salir. Al bajar a la calle, crucé la mirada con una mujer. Era morena, de ojos grandes y negros, y su cara, sin ser una cara conocida, me recordaba momentos de mi infancia. Su imagen me transportó a kilómetros de allí, a un lugar feliz donde nunca había estado, y me provocó bienestar. La mujer estaba hablando con una amiga, y reía sin parar. Al verme, me dedicó una sonrisa amable y subió al autobús.
Vi partir al autobús, y escudriñé entre sus ventanas por si conseguía localizar a la mujer. Al final la vi. Estaba apoyada en el ventanal y me miraba. La despedí moviendo la mano, y ella me correspondió haciendo lo mismo.
 El tiempo es flexible, lo difícil es controlarlo, eso pensé mientras la perdía de vista.




Héctor Gomis
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martes, 1 de diciembre de 2009

23 - Cinco sueños

El primer sueño especial fue hace tres meses. Cesar tuvo un sueño lúcido, de esos en los que uno es consciente de estar soñando, y permiten realizar en ellos cualquier cosa que se desee.
En su sueño también apareció Sara, su mujer. Cesar, quizá movido por una curiosidad morbosa, aprovechó la situación para preguntarle a Sara las cosas que nunca se hubiera atrevido a preguntarle en la vida real. Así, Cesar indagó sobre el pasado de su mujer, interesándose particularmente en los primeros hombres con los que ella estuvo, y Sara fue clara y sincera en sus respuestas. Según el sueño, había estado con cuatro hombres, tres de ellos fueron inocentes escarceos juveniles, pero el cuarto fue algo más.

El segundo sueño lo tuvo dos semanas después. En él, Sara le recriminó que siguiera el interrogatorio, y lo invitó a hacer el amor y olvidarse de tanta pregunta. Cesar no aceptó, así que Sara pacientemente continuó respondiendo a sus cuestiones. En este sueño, Sara fue muy explícita, y le habló a Cesar de todos los encuentros íntimos que tuvo con el cuarto hombre. A pesar de los ruegos de Cesar, Sara se negó a decir el nombre de esa persona.

Entre el segundo y el tercer sueño, Cesar comenzó a obsesionarse con aquel hombre. Aunque el sentido común le advertía de lo estúpido de sus preocupaciones, no podía evitar sentir celos de alguien que solo existía en sus sueños. En su día a día disimulaba delante de Sara, pero la imagen de aquel hombre desnudando y acariciando a su mujer le quemaba el alma. Sara no notó nada extraño en Cesar esos días.

En el tercer sueño, Sara, ante la insistencia de su marido, le dijo el nombre de su antiguo amante. Se llamaba Bruno.

Un día, entre el tercer y el cuarto sueño, Cesar encontró una caja de cartón con antiguas fotos de su mujer. Las ojeó y separó todas las imágenes en las que su mujer aparecía en compañía de un hombre. Apartó veinte. De ellas, tras una segunda revisión, se quedó sólo con las más actuales, de hacía diez años aproximadamente, unos años antes de que él y Sara se casaran. Quedaron cinco. De esas cinco fotos, en tres estaba con el mismo tipo. Se quedó con esas y las demás las guardó.
Mientras observaba la cara del sujeto, la ira fue adueñándose de él. Seguro que este es Bruno, pensó, este es el malnacido que enamoró a mi mujer.
Cesar Rompió dos de las fotos, y una se la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

En el cuarto sueño, Cesar pudo ver, por el agujero de una cerradura, cómo Bruno y Sara hacían el amor en su habitación. Cesar no pudo hacer nada para evitarlo. Su cuerpo se quedó pegado al suelo y su lengua cosida al paladar. Los gemidos de Sara se le clavaron en el corazón.

Entre el cuarto y el quinto sueño, Cesar se empezó a mostrar esquivo con Sara. Cuando su mujer intentaba averiguar el por qué de su extraño comportamiento, no recibía más que vagas excusas. Sara empezó a preocuparse.

Hace escasos segundos que Cesar se despertó del quinto sueño. Lo que vio y escuchó durante el sueño le provocó mucho dolor, dolor y repugnancia. Aunque sabe que todo es producto de su mente, para él todo ha sido tan real como cualquier otro capítulo de su vida. Cesar no puede más. Si no hace algo pronto se volverá loco. Ama demasiado a su mujer para soportar el suplicio de verla en los brazos de otro hombre, aunque sea en sueños.

Dentro de media hora, Sara se despertará y descubrirá que su marido ha hecho las maletas y se ha ido. Minutos después, encontrará una extraña nota de despedida.



Héctor Gomis


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