viernes, 12 de noviembre de 2010

35 - La puerta verde





Al personaje no lo conocemos aún. Se irá definiendo poco a poco ante nosotros. Sólo sabemos de él que se encuentra solo, en una habitación con poca luz. De su aspecto no se puede decir mucho. A través de las tinieblas de la estancia se percibe un cuerpo grande, debe de ser hombre. Un hombre corpulento, de más de metro noventa. Está inquieto, se mueve sin cesar de un lado a otro y murmura frases ininteligibles. Él no sabe de nuestra presencia, pero se le nota muy precavido, como si intuyera que no está solo. El personaje saca de su bolsillo un mechero y lo enciende. Con él recorre la habitación revisando cada detalle. La estancia es pequeña, apenas quince o veinte metros cuadrados, y, salvo por él, está completamente vacía. Las paredes están desnudas, ni cuadros, ni ventanas, solo una pequeña puerta verde rompe la monotonía de la sala. Esta se encuentra a quince centímetros del suelo y debe tener treinta centímetros de ancha y un metro de alta aproximadamente. Aunque lleva mucho tiempo encerrado allí, aún no ha intentado abrirla. No conocemos su grado de inteligencia, pero, por muy idiota que sea, debe saber que, aunque estrecha, la puerta es suficientemente grande como para que quepa por ella. También debe estar seguro de que es la única salida posible.

Ha pasado una hora y el personaje se sienta en el suelo. Ya ha recorrido cada centímetro de la habitación y ha revisado todas y cada una de las juntas de los ladrillos, también ha mirado con mucha atención las losas del suelo y las ha golpeado con los nudillos, se supone que para localizar alguna oquedad. No ha encontrado nada inusual. La estancia es sólida y maciza. El personaje se frota la cabeza con las manos y dirige la mirada hacia la pequeña puerta verde. Ahora se levanta. Avanza con largos pasos hacia ella y se detiene a escasos centímetros. Vuelve a prender el mechero y lo acerca a una rendija. Aproxima su cara y cierra el ojo izquierdo. Recorre todo el rectángulo de la puerta con la mirada fija en la pequeña línea de separación. Luego apaga el mechero y lo lanza contra el suelo mientras un grito de frustración sale de su garganta. Parece agotado. El personaje deja caer su cuerpo al suelo y se tiende boca arriba. Después comienza a reír. Una risa inquietante, desesperada. Desde luego, él debe saber algo que nosotros desconocemos, si no sería incomprensible que no hubiera salido de la habitación, ya que estar en ella sin duda le angustia. Ahora se tiende de lado. Llora. Llora un largo rato y luego se duerme.

Al despertar, el personaje se encuentra la estancia iluminada. Ahora podemos distinguir bien su rostro. Es un hombre joven y atractivo, pero está pálido y desaliñado. Por su aspecto podemos imaginar que lleva varios días con la misma ropa, y sus ojeras nos dicen que sufre una grave falta de descanso. Canturrea algo mientras mira al suelo y con sus manos realiza una extraña coreografía, parece una especie de juego infantil. Quizá, ante su desesperación, se está refugiando en una época pasada. Ahora canta más alto y se levanta, y sus movimientos se van haciendo más exagerados. Está bailando por toda la sala. De repente, la luz se apaga. La oscuridad encierra al personaje, y este se detiene y calla.

Ha tardado un rato en volver a la actividad. Junto con la luz parece que se marcharon sus fuerzas, y nada más oscurecerse todo, el personaje volvió a sentarse en silencio. Pero ahora se mueve. Se dirige a una esquina de la estancia. Está orinando contra la pared. El suelo de esa zona, encharcado y cubierto de heces, nos indica que es algo que lleva haciendo largo tiempo, días quizá. Si es así, el personaje debe de tener un miedo atroz a lo que se encuentra detrás de la puerta. Algo tan temible que mantiene atrapado a un hombre grande y fuerte como él. 

Al volver caminando hacia el centro de la habitación se ha escuchado un ruido diferente en uno de sus pasos. El personaje se ha girado enseguida y se ha agachado. Está golpeando el suelo de esa sección. Efectivamente, parece que una de las losas suena de una manera distinta que las de su alrededor. Debió de pasársele por alto cuando revisó el piso anteriormente. El hombre acaba de sacar algo de su bolsillo. Parecen unas llaves. Las pasa por los bordes de la losa e intenta rascar el material de las juntas. Su respiración ha comenzado a acelerarse. Se le nota entusiasmado. Ahora mueve con mayor rapidez las llaves. El ruido que produce es desagradable, como el arañar de uñas sobre una pizarra. Parece que la piedra cede. La agarra con cuidado, la levanta y la deja a un lado. Lanza un "Jaaa" triunfal y comienza a excavar con los dedos.

Han pasado dos horas y el personaje se da por vencido. Apenas ha logrado sacar dos puñados de tierra en todo este tiempo. Debe de haberse encontrado con roca u hormigón y no pudo avanzar más. Se frota las doloridas manos y se mantiene en silencio. Así, quieto y callado, se queda durante un tiempo. 

Mientras lo observamos, no podemos más que intentar imaginar que puede haber detrás de la puerta y el por qué de su rechazo a cruzarla. Nos es imposible actuar, ni comunicarnos con él. Tan solo nos está permitido espiar su comportamiento y elucubrar sobre sus intenciones. Lo que tenga que ocurrir pasará y nosotros no tendremos nada que ver en ello.

El personaje se ha desnudado. Deja todas sus pertenencias en el suelo cuidadosamente alineadas. Las revisa una a una y se mantiene pensativo unos instantes. Coge su pantalón y ata una de las perneras a la manga de la chaqueta, luego añade la camisa. Parece que está preparando una improvisada cuerda. Ahora mira hacia arriba. Lanza un extremo hacia el techo. Quiere engancharlo en una especie de cañería que sobresale. Al décimo intento lo consigue. Hace un nudo del extremo y comprueba estirando que la cuerda aguanta su peso. Con la otra punta, mientras se mantiene de puntillas, rodea su cuello y se la anuda. Da un salto y encoge las piernas al caer.
No sabemos si hubiera sido capaz de aguantar esa postura mucho rato, o si el miedo a la muerte le hubiera impedido consumar su suicidio. El hecho es que la cañería no soportó su peso más que un par de minutos y se partió en dos. El personaje se encuentra ahora tendido en el suelo, desnudo y con la camisa atada a su cuello. No se mueve. Sólo se oye su respiración.

Vuelve la luz. Gracias a ella, podemos distinguir con claridad su rostro. Algo en él ha cambiado. Tiene la mirada de quien se sabe vencido. Debe pensar, al igual que nosotros, que tarde o temprano tendrá que olvidar sus miedos y cruzar la pequeña puerta verde. Y detrás de ella, quien sabe, quizá le espera el mundo real.

Héctor Gomis


lunes, 25 de octubre de 2010

34 – Mamá quiero ser una estrella del rock

Mamá quiero ser una estrella del rock. Quiero subirme a las barbas de la vida y estirar de ellas con fuerza. Quiero mostrarme ante masas enfervorecidas y provocar su locura. Deseo ser grande, más que la vida, aunque sea durante apenas un segundo. No pido ser un artista, no busco trascender, ni crear nada, ni conectar con nadie. Sólo quiero triunfar, lucir por un momento y saber que se siente siendo un Dios, y ser entronizado, y gozar del sexo más salvaje con quiceañeras encocadas, y provocar desmayos, y destrozar hoteles. No te pido mucho, mamá, sólo dame eso. Concédemelo y seré feliz. Quiero que mi cuerpo se infle con drogas y alcohol, y me haga volar, y que el resto me mire desde abajo. Y que me adoren, y que me odien, y que me besen y que me escupan después de haberme besado, y que el mundo se rinda a mis pies, y que saquen la foto de mi culo en la portada de una revista. Sólo pido eso mamá. No te cuesta nada conseguirlo para mí. Quiero romper guitarras contra el suelo, y que griten a mi paso, y que me concedan todos los deseos, y volverme imbécil, y olvidarme de quien soy. Y poder maltratar a quien me rodee, y que aún así me sigan amando, o incluso me amen aún más. Quiero ser un enviado del diablo y lograr que miles me sigan, y que nos llamen legión. Quiero coleccionar virgos, y traficar con vidas ajenas, que todos mis caprichos se cumplan en el acto, y que al tiempo cualquier lujo me aburra. No tiene que ser tan difícil mamá. Tú puedes hacerlo para mí. Haz que sea una estrella del rock, y que todos me miren desde abajo y deseen estar en mi lugar. Haz que mi vida sea una montaña rusa. Busca un punto lo más alto posible y lánzame hacia allí. Tu haz sólo eso, dame el impulso, que yo me ocuparé del resto. Yo me encargaré de la caída y de dejarte un bonito cadáver.


Héctor Gomis

miércoles, 22 de septiembre de 2010

¡¡¡ Mi primer libro ya está en imprenta !!!

Ya es una realidad. La editorial Ven y te lo cuento va a editar un libro con una recopilación de los mejores cuentos del blog (revisados, corregidos, aumentados e ilustrados) y algunos inéditos. El material ya está en imprenta y, salvo catastrofe natural, verá la luz estas navidades.

Avisaré en cuanto esté en las librerías. Como adelanto os dejo un imagen de la criaturica, mirad que bonito que ha salido.

Para más información, visitar:

33 - La cabeza (Capítulo 2 de 2)


Si no has leído el primer capítulo pincha en el vínculo:
María, la mujer de Samuel estaba harta de su marido. Le había dedicado los mejores años de su vida y a cambio sólo había recibido incomprensión y silencio. Ella era la que llevaba la casa adelante, la que se peleaba a diario con sus hijos, la que le había apoyado en los momentos malos, y como respuesta a tanto esfuerzo sólo había obtenido la compañía de un trozo de carne con ojos, sin romanticismo, sin un mísero detalle el día de san Valentín. Era una mujer triste y amargada que fue agrietándose poco a poco hasta convertirse en una pasa, seca por dentro y por fuera. En su madurez, el único consuelo que le quedaba eran las caricias que día sí día no, le proporcionaba un joven del vecindario llamado Darío, feo, desgarbado y tonto como una mosca de la fruta, pero dueño de un descomunal miembro viril que era la alegría de las solteras y casadas del barrio. En el mismo instante en el que Samuel sacaba la porra de su mochila para desnucar a su presa, su mujer se estremecía entre los brazos de Darío. Mientras era penetrada una y otra vez por el joven, escuchó de repente un desagradable chillido proveniente del exterior. Tras un momento de pausa en el que empujó al chico de su lado y se dirigió a la ventana a mirar que ocurría en la calle, volvió a la cama y levantó su grupa hacia Darío para que le volviera e embutir su enorme pene. Que más le daba lo que ocurriera fuera de esas cuatro paredes.

La cara de horror de Samuel cuando quitó el paño que tapaba al cadáver fue indescriptible. Se había vuelto a equivocar, pero esta vez era imposible que hubiera ocurrido. Había dejado hacía unos minutos al anciano preparado para llevarse el golpe fatal, pero ahora se había encontrado con un tipo desconocido desnucado como un conejo para paella, con la cara pálida, el cuello cómicamente torcido hacia un lado y la lengua fuera. ¿Qué había ocurrido?, ¿Qué podía hacer ahora?, y sobre todo, ¿Dónde estaba el maldito viejo que le privaba una y otra vez de su querida calavera?
Con una rapidez de reflejos de la que hasta hacía unos segundos se hubiera creído incapaz, escondió el cadáver dentro de la maleta en el almacén, pero no sin antes cortarle la cabeza y meterla en una bolsa de basura. Esto último ni el mismo sabía por qué lo hizo, quizá porque estaba convencido de que seguir el plan prefijado era lo mejor, quizá por que ya había cogido esa extraña costumbre, o puede ser que fuera por que le había pillado el gusto a hacerlo.

El concejal Álvarez del Castillo seguía profundamente preocupado por su sexualidad. ¿Seré maricón?, se preguntaba una y otra vez mientras se dirigía a los calabozos acompañado del inspector Contreras, ¿y por qué precisamente soñé con moros?,  ¿acaso me gustarán los moros, esos despreciables y miserables moros?, ¿será por su olor a moro?
Al llegar a la sala, un desconcertado inspector siguió sus ordenes y le dejó solo con los treinta y cinco magrebíes detenidos en la reciente redada. Cuando el concejal observó detenidamente a los presos no puedo sentir más que asco hacia ellos. Le repugnaba su color, sus caras, sus ropas, su forma de hablar. Nada había allí que le agradara lo más mínimo. Contento con su pequeño experimento, el concejal Álvarez del Castillo estaba a punto de salir del calabozo, cuando su pene, que hacía una hora se había calmado al fin, se puso enhiesto como una torre. Ante la divertida mirada de los presentes, un avergonzado concejal se quedó pasmado, con un grotesco bulto en su pantalón que apuntaba hacia la meca y una mirada perdida que delataba su incomprensión sobre lo que le estaba ocurriendo. Entre las risas de los chicos del calabozo, un pensamiento doloroso y persistente ya se había alojado en su cerebro, Pues sí que voy a ser maricón, y va resultar que me gustan los asquerosos moros de mierda.

Totalmente colmada y agotada por la coyunda, la mujer de Samuel se relajaba dándose un baño de espuma en la bañera de Darío. El joven, después de limpiarse los bajos con una toallita, esperaba que saliera su amante mientras miraba la calle desde la ventana.
¡Coño!, tu marido acaba de salir de la peluquería, ¿no me dijiste que estaba enfermo en la cama?, y lleva una maleta enorme. ¿Una maleta?, preguntó la mujer desde el aseo, ¿cómo es esa maleta? Pues grande, enorme, y gris, respondió el chico, y añadió, si me hubieras dicho que tu marido estaba por aquí, nos hubiéramos ido al hotel de siempre. Yo no quiero líos con maridos cornudos.
No te preocupes de él, eso es cosa mía, dijo la mujer mientras salía presurosa del baño y totalmente desnuda se asomaba a la ventana. ¡Hijo de puta!, chilló mientras veía a su marido cargando la pesada maleta, era de mi madre, me la dejó en herencia, ¿que narices hace con mi maleta? Pues con lo grande que es seguro que se lleva media casa, igual te está abandonando, terció Darío. Eso es imposible, si ese cabrón intenta dejarme sola con los niños, antes lo capo.

Samuel estaba muy alterado. Mientras arrastraba el baúl con el cadáver por toda la calle, tenía la desagradable impresión de que lo estaban observando. Hasta llegó a creer, posiblemente en un momento de enajenación, que había visto a su mujer desnuda mirándolo desde una ventana de enfrente. Tengo que concentrarme, pensó, no debo ceder al miedo o acabaré cometiendo otro error.
Media hora después, Samuel consiguió cargar el cadáver en el maletero de su coche y puso rumbo al vertedero. Con un poco de suerte, pensó, nadie me verá descargarlo allí. Aún puedo librarme de la ley, y tarde o temprano conseguiré mi trofeo. Y es que, a pesar de los inconvenientes que le habían ido surgiendo, Samuel había salido airoso de todas las pruebas, y eso lo convencía aún más de su capacidad de llevar a cabo satisfactoriamente su plan. Hasta hacía unos días había pasado sin pena ni gloria por la vida como un aburrido y triste peluquero, pero en ese momento ya se consideraba una mente criminal de primer nivel, en ese instante, conduciendo por la carretera con un cadáver decapitado en el maletero, se sentía como Billy el niño, un auténtico forajido de leyenda que persigue su sueño, su tesoro. Se juzgaba por primera vez valiente, intrépido, imparable. Cien metros después de que este pensamiento pasara por su mente, su coche pinchó una rueda y tuvo que detenerse en el arcén.

María estaba fuera de sí. Si era cierto que su marido había decidido abandonarla y pensaba que ella no sería capaz de impedírselo, entonces era que no la conocía bien. Lo esperó horas sentaba en el sofá del salón dispuesta a lanzarle las diez plagas de Egipto a la cara en cuanto se lo encontrara, pero su marido no llegaba. Poco a poco le fue venciendo el aburrimiento y acabó durmiéndose mientras sostenía entre sus manos unas enormes tijeras de podar.

El Ilustrísimo Concejal de Seguridad ciudadana, señor Álvarez del Castillo, no se veía a sí mismo muy ilustre en esa postura. Desnudo y a cuatro patas en el suelo, esperaba angustiado la inminente acometida sexual de Samir, un joven magrebí que había conocido en el calabozo y que había accedido, a cambio de una pequeña suma, a satisfacer la curiosidad del concejal y darle por el culo. El señor Concejal apretó los dientes con fuerza y cerró los ojos a la espera del placer supremo, y también de la suprema de las vergüenzas, que le iban a llegar en breves instantes. Con un sonoro ¡Floook!, el pene del morito se instaló hasta el fondo de las entrañas del concejal, y este, después de resistir como pudo varias acometidas, gritó a pleno pulmón, ¡Me cago en Diooooos!, ¡No soy maricón, esto no me gusta nada!, ¡Sácame ese monstruo del culo moro cabrón! Las quejas del concejal no surtieron ningún efecto en Samir. Samir era un hombre que nunca dejaba nada a medias.

Era ya tarde y Samuel estaba agotado. Había tenido que cambiar la rueda en medio de la carretera, momento que también aprovechó para deshacerse de la cabeza, después se había dado una paliza de trescientos kilómetros al volante para dejar el cadáver en el vertedero de otra ciudad y volver, y por último, había tenido que frotar durante horas el maletero del coche para dejarlo limpio de cualquier rastro que pudiera delatarlo. Su cuerpo le pedía descanso urgente, pero Samuel ya estaba harto de la situación, quería hacerse con la cabeza inmediatamente, sin más dilación. Deseaba sobre todas las cosas volver a frotar el maravilloso cráneo entre sus dedos y poder olvidar el horrible día que había tenido, así que después de aparcar el coche frente a su casa, cogió todo el equipo y se dirigió con paso ligero hacia la casa del anciano. Esto termina esta noche, dijo en voz alta mientras caminaba.

El anciano estaba muy contrariado. Y aunque se sintió satisfecho de la vez que el peluquero le cortó el pelo, sobre todo por el largo y placentero masaje que le dedicó mientras le lavaba la cabeza, en las otras dos ocasiones que intentó repetir la experiencia el resultado fue sumamente frustrante. En la primera de las ocasiones, en vez de al peluquero fue un cadáver lo que encontró, y en la siguiente intentona después de cederle amablemente el turno a un joven, cuando volvió de su paseo se encontró la peluquería cerrada. Con su paciencia colmada, estaba firmemente decidido, con gran pena de su corazón, a cambiar de barbero. Mañana mismo busco otro establecimiento, se dijo mientras preparaba una frugal cena a base de fruta.

María se despertó con el sonido del coche de su marido. Reconocería ese ruido entre un millón de motores, pensó, voy a colgar de los huevos a ese cabrón. Salió a la calle esperando encontrase a su marido avergonzado y sumiso sin atreverse a cruzar la puerta de casa, pero en vez de eso lo vio corriendo en dirección contraria y cargando una mochila. ¿Adonde vas, desgraciado? Dijo para sí rechinando los dientes, y se puso a seguirlo en la distancia.
Este tiene una amante, seguro, se mortificaba María mientras lo seguía. Pues si resulta que no me hace el amor desde hace meses porque se lo hace a otra, esta noche voy a cometer una locura.

La mujer del inspector Contreras preparaba unos deliciosos espaguetis carbonara mientras miraba de reojo a su marido que, sumamente intranquilo, deambulaba por la casa sin dirección aparente. ¿Qué te pasa cariño?, ¿te preocupa algo? Es el maldito concejal, respondió Contreras, nos está volviendo locos a todo el departamento, Esta tarde ha ordenado que soltemos a todos los moros. Y mientras nos marea con sus ocurrencias, añadió el inspector, la prensa se me echa encima como buitres, y para colmo, nadie tiene la menor idea de cómo avanzar la investigación. ¿Habéis mirado lo de las sectas satánicas que te dije?, preguntó su esposa, esos siempre están detrás de estas cosas.
Justo quince minutos después de esa conversación, mientras el inspector mojaba un trozo de pan en la sabrosa salsa carbonara, una llamada de la comisaría le informó de un último hallazgo sobre el caso. ¿Sabes que, caramelito?, dijo el inspector con la boca chorreante de espaguetis, al final vas a tener razón y va a ser cosa de satánicos de esos, han encontrado otra cabeza tirada en la carretera.

El concejal, dolorido y totalmente enajenado, permanecía desnudo y en posición fetal tendido en el suelo. Tenía los ojos cerrados, los labios apretados, y recitaba una extraña letanía mientras lloriqueaba como un niño, malditosmorosmariconesdemierdamariconesdemierda… Samir, cuando salió del aseo y lo vio tan frágil, no pudo evitar conmoverse con la escena y, como le ocurría siempre que se ponía sentimental, sus veinticinco centímetros de polla volvieron poco a poco a alzarse como un mástil.
Jefe, me la ha vuelto a poner como un tronco, ¿quiere que repitamos?, esta vez no se lo cobro.
Cuando el concejal de seguridad ciudadana vio el palo que se blandía ante él, lanzó un alarido y salió corriendo de la casa como poseído por el demonio. Bajó a trompicones los cinco pisos del edificio y huyó por la calle entre gritos horrendos.

El anciano ya estaba terminando de cenar cuando notó que un trozo de albaricoque se le había metido por el conducto equivocado. Aunque durante unos segundos el miedo lo paralizó, enseguida reaccionó y logró arrastrarse medio asfixiado hasta la casa de sus vecinos y tocar a su puerta. El vecino, ya acostumbrado a los sustos que le proporcionaba el anciano, actuó rápido. Se colocó a la espalda del viejo y el realizó la maniobra de Heimlich abrazándolo desde atrás y presionando con las manos en el tórax. Después de tres o cuatro embestidas, el trozo de albaricoque salió expulsado y cayó al suelo. El anciano quedó exhausto, y el vecino, aunque con evidentes signos de fastidio, accedió a acompañarlo a su casa y quedarse con él hasta que se durmiera.

En el preciso instante que el albaricoque botaba en el suelo del rellano del anciano, María se encontraba ya a escasos cien metros del edificio, agazapada entre dos coches espiando a su marido. El desgraciado va a entrar en esa casa, dijo en voz baja. Seguro que allí tiene a su querida. Pues esta vez no se saldrá con la suya, en cuanto baje le voy a romper las pelotas.

Mientras, Samuel, sin sospechar la férrea vigilancia de su mujer, se disponía a subir al piso del anciano y esta vez nada lo detendría. Estaba firmemente convencido de volver a casa con su cráneo y pasaría por encima de quien intentara impedirlo. Sacó de la mochila la sierra y la porra, y armado de esta guisa subió corriendo por las escaleras con un siniestro brillo en los ojos. Soy el ángel de la muerte, decía fuera de sí mientras bufaba con cada escalón, y vengo a por lo que es mío.

¿Sabes que pienso?, dijo la mujer del inspector Contreras mientras se cortaba las uñas en el aseo. ¿Qué es lo que piensas, caramelito?, le respondió el inspector ya casi dormido. Que ese concejal no te respeta, continuó la mujer, no tiene en cuenta tu valía. Creo que deberías hacer carrera política, seguro que se te daría bien, podrías ocupar su cargo y lo harías mil veces mejor que él. Pero, caramelito, ¿Qué se yo de política?, dijo el inspector, yo sólo soy un policía, ¿que voy a saber yo de los “intríngulis” de ese mundo? No te subestimes, cariño, sentenció la mujer del inspector mientras recogía las uñas y las tiraba por el inodoro, tienes todo lo necesario para “ese mundo”. ¿Ah, sí?, ¿y que es eso que tengo que me hace tan útil para “ese mundo”?, dijo el inspector que se empezaba a intrigar con la conversación. La mujer del inspector entró en la habitación, se sentó en la cama próxima a su marido y lo besó con ternura en la frente, acto seguido continuó con su  discurso. No tienes imaginación, ni empuje, ni demasiada inteligencia. Pero, caramelito…, cortó el inspector. No me interrumpas, ratoncito, ahora mismo acabo, continuó la mujer, pues como decía, eres previsible, sin ideas propias y un poco vago, y lo mejor de todo, añadió la mujer tapando la boca de su marido que airado estaba a punto de volverla a interrumpir, eres incapaz de llevarle la contraria a tus superiores, eres el concejal perfecto para esta ciudad, pero hasta ahora no lo sabías.
El inspector no supo que decir. Miraba incrédulo a su mujer e intentaba asimilar todo lo que acababa de oír. Su mujer lo besó en los labios, un beso profundo y dulce, y añadió, todo esto lo digo por tu bien, es bueno que conozcas tus cualidades para poder aprovecharlas. Te quiero mucho, ratoncito, ten fe, seguro que aparecerá el asesino que buscas, y ya verás como en poco tiempo serás tú el concejal. Buenas noches, ratoncito. Buenas noches, caramelito.
Esa noche, el inspector Contreras no pudo pegar ojo. Tenía mucho en que pensar

María seguía vigilando la entrada del edificio, cuando una gran masa de carne desnuda y sudorosa chocó con ella. El golpe la lanzó al suelo y tardó unos segundos en darse cuenta de lo que había pasado. A su lado, encogido en forma de una enorme albóndiga, vio lo que parecía un hombre desnudo sollozando. Intentó calmarlo pero fue tarea imposible. El obeso nudista era inconsolable, con la cara tapada entre sus manos repetía sin cesar, malditosmorosmariconesdemierdamaridonesdemierdamariconesdemierda… La mujer del peluquero, aunque sumamente irritada por la actitud de su marido, no podía dejar sólo y desvalido a aquel hombre, así que, apiadándose de él, se ofreció a llevarlo a su propia casa y darle algo de ropa. Consiguió que se levantara y agarrándolo de la mano lo fue arrastrando calle abajo.
Cuando no llevaban recorridos ni diez metros, se cruzaron con un joven que salía de un portal. El concejal Álvarez del Castillo, que ya había conseguido calmarse un poco, en cuanto vio al chico mudó el rostro. De repente se puso pálido como la cera y, mientras miraba muerto de miedo el pelo rizado y la tez oscura del chico, lanzó un alarido inhumano: ¡Un mooooro!, ¡un mooooooro! Segundos después, María y el joven observaron incrédulos como los cien quilos de concejal comenzaban a correr como alma que lleva el diablo, tirando una papelera, tropezando y cayendo cada pocos pasos, y acabando por entrar al portal de una casa y perderse de vista. ¡Coño!, pensó maría, el pobre desgraciado ha entrado al mismo portal que mi marido, esto se va a poner interesante.

El anciano dormía profundamente, así que no oyó nada de lo que pasó en su casa aquella noche. Como un convidado de piedra asistió sin enterarse de nada a la repentina aparición de Samuel que, armado hasta los dientes, tiró la puerta abajo de una patada. Tampoco escuchó el grito de fastidio de su vecino, que con un “mecagoentodo” la emprendió a golpes con el pobre peluquero. Por supuesto, los dormidos oídos del viejo no llegaron a apreciar el crujir de huesos de Samuel mientras su vecino, un hombre pequeño pero muy fornido y curtido durante treinta años descargando barcos, destrozaba su cuerpo a puñetazos y patadas. El sueño y una severa sordera también privaron al anciano de escuchar el retumbar del suelo cuando un hombre obeso y desnudo apareció en el rellano lanzando alaridos de mujer y tapándose el culo con las dos manos, ni las blasfemias del vecino, que ya fuera de sí, dejaba tendido al peluquero y se subía a la espalda del gordo para acabar con él. También le fue imposible al anciano enterarse del trompazo que se pegaron los dos al caer por el hueco de la escalera mientras forcejeaban. Así que esa noche el anciano durmió plácidamente, y soñó con su juventud, y con Belén, su primera novia, a la que besaba bajo un olivo cuando nadie los veía, y a la mañana siguiente amaneció muerto de un infarto, pero con una bonita sonrisa pintada en sus labios.

Samuel en cambio no tuvo una mañana tan plácida. Le dolían todos los huesos y además se sentía muy frustrado. No sólo no pudo cortarle la cabeza al anciano, si no que en el intento perdió su equipo. Lo he dejado todo lleno de pruebas, pensaba mientras se colocaba una improvisada faja de tela alrededor del tórax, seguro que ya saben que fui yo, no tardarán en venir a buscarme. No recordaba bien cómo llegó a casa, lo último que podía traer a su mente, antes de que todo se volviera negro, era una la visión de una enorme manaza golpeado su cara. Y tampoco tenía la más remota idea de lo que había pasado aquella noche. Lo que iba a ser un trabajo rápido y fácil, ¡sólo era un pobre viejo, por el amor de Dios!, se convirtió en una batalla campal. Pero lo más raro de todo era la extraña sonrisa que tenía su mujer, una sonrisa acusadora que le dedicaba mientras le ayudaba a remendarse. ¿Acaso sabe algo?, pensó Samuel, no imposible, si lo supiera estaría muerta miedo, si supiera que soy un asesino frío y sádico no estaría tan tranquila a mi lado.

Esa mañana el inspector Contreras empezó a sospechar que su mujer era bruja. Había acertado en todo lo que predijo. El asesino apareció solo, sin que él tuviera que hacer nada para encontrarlo, y si eso no fuera poco, el alcalde acababa de pedirle que se presentara para concejal de seguridad ciudadana en las próximas elecciones. Mientras miraba asombrado como se llevaban detenido al Concejal Álvarez del castillo, intentaba exprimir al máximo su cerebro para encontrar una explicación mínimamente creíble para presentársela a la prensa. Dos hombres descabezados, un anciano muerto de infarto, bueno, a este lo podía eliminar de la ecuación, seguramente no tenía nada que ver con el caso, otro muerto por caída desde gran altura y un concejal desnudo y aturdido. ¿Cómo narices iba a encajar todo eso?
De repente, un brillo de inteligencia iluminó al inspector: Ya está, ya lo tengo.

Samuel no salía de su asombro cuando leyó el periódico. En grandes letras rojas se destacaba: “Capturado el monstruo decapitador”, y un poco más abajo, como subtítulo: “Atrapado el concejal satánico”. El artículo era aún más delirante. Según se describía, el concejal era miembro de una secta satánico-nudista, que acechaba a sus víctimas en bolas para cogerles desprevenidos y robarles la cabeza. El periodista daba como pruebas la aparición del concejal en cueros y desmayado encima de una de sus víctimas, y añadía que se habían encontrado en la escena del crimen la porra, la sierra y la mochila con bolsas para guardar las cabezas. Del interrogatorio al concejal sólo se desvelaba que este aseguraba no recordar nada, pero demostraba una animadversión enfermiza contra los inmigrantes árabes, por lo que ya se estaba investigando la posible colaboración de grupos de xenófobos de extrema derecha. Por último se elogiaba en el artículo la impecable investigación de la policía, investigación comandada por el famoso inspector Contreras, del que se rumoraba que próximamente podría ocupar el cargo del concejal saliente.

Y ahora haz el favor de contarme que es lo que pasó anoche, dijo María a su marido, está claro que no ibas a ver a una amante, ni que tampoco te ibas a fugar de casa, ¿verdad?
¿Cómo?, ¿pero tú cómo sabes…? trató de decir el angustiado y perplejo peluquero. ¿No recuerdas cómo saliste de allí, verdad?, interrumpió María. Pues la verdad es que no recuerdo casi nada de anoche, todo ocurrió muy rápido y… Pues fui yo quien te sacó de allí, llevaba tiempo espiándote y cuando entró el gordo loco decidí ir detrás suya…
María explicó al peluquero todo lo que vio en el piso y cómo lo arrastró de un pié durante media hora hasta llevarlo a casa. Después de escuchar atentamente a su mujer, Samuel se echó a llorar como un niño, gimió y moqueó toda la tarde, y entre moco y moco le contó a su mujer la historia del viejo y de su cabeza, y de cómo se había sentido tocando ese cráneo perfecto, y luego fue narrando los crímenes infames que había cometido, y lo fuerte y valiente que se sentía mientras segaba cabezas en busca de su tesoro. Fue una descripción larga y detallada en la que no se dejó nada en el tintero. Durante toda su exposición mantuvo la cabeza gacha, sumamente avergonzado, no se atrevía a mirar a su mujer a los ojos. Cuando la mano pequeña y fría de María le cogió la barbilla y lo obligo a levantar la vista, Samuel observó una expresión inquietante en su mujer. No era asco, ni asombro, ni siquiera miedo, era la misma cara de depredadora sexual que le ofrecía a Darío cada vez que este le enseñaba su enorme pene, pero claro, el peluquero hasta ese momento nunca había visto esa expresión. Con un movimiento felino, María se abalanzó sobre su marido y lo tiró al suelo. Cariño, dijo María a un asustado Samuel, es la primera vez que te he visto comportarte cómo un hombre de verdad, y aunque es un poco fuerte todo lo que me has contado, no sabes lo cachonda que me has puesto. Acto seguido hicieron el amor como bestias. Toda la noche. María tuvo tres orgasmos y a Samuel se le terminaron de romper las pocas costillas que tenía sanas.

¿Ves cariño, como tenía razón?, dijo la mujer del inspector. Es cierto, caramelito, me tienes admirado, se cumplió todo lo que me dijiste, respondió Contreras. Claro que sí, ratoncito, por eso tienes que hacerme caso siempre a todo lo que te diga, añadió la mujer mientras acariciaba el pecho peludo del inspector. Por cierto, continuó la mujer, ¿cómo está la mujer del concejal?, sabes que es muy amiga mía, ¿la están tratando bien tus compañeros? Claro que sí, caramelito, respondió Contreras, me ocupé personalmente de que tuviera toda la ayuda posible. Eso está bien, pobrecilla, lo que tiene que estar sufriendo desde que se descubrió que su marido era un satánico nudista, continuó la mujer. Pues sí que lo estará pasando mal, dijo el inspector mientras tiraba torpemente del cierre del sujetador de su mujer para intentar acabar con el tema de conversación. Ay, ratoncito, que torpe eres, me estás haciendo daño, deja, ya lo hago yo, dijo la mujer mientras se quitaba el sujetador dejando escapar dos gigantescos pechos, te veo retozón, ratoncito, ¿quieres jugar con mami, verdad?, Pues no te preocupes que hoy te lo has ganado campeón, hoy voy a hacerlo con todo un señor concejal, jijiji, va a ser todo un honor, por cierto, te tengo preparada una sorpresa, es una idea que me dio la pobre mujer del concejal, algo que probó con él y me dijo que le encantó, no, no pienso decirte lo que es, ahora mismo lo descubrirás. Y dicho esto, la mujer extendió el dedo índice y lo dirigió hacia el culo del inspector Contreras.

Epílogo

Al día siguiente, el peluquero y su mujer asistieron al entierro del anciano. Ante el féretro sólo se encontraban ellos dos y el cura. Mientras el sacerdote rezaba unas plegarias por el alma del finado, María le dijo por lo bajo a su marido, ¿Tan excepcional es esa calavera? Es el objeto más hermoso del mundo, respondió el peluquero. Entonces quiero que me la traigas, añadió María. ¿Cómo?, tartamudeó Samuel. Ya lo has oído, quiero tenerla, esta noche ves al cementerio y desentiérrala para mí, follaremos como locos frente a ella, después de todo el lío que has armado lo menos que puedes hacer es conseguirla para mí. Y una cosa muy importante, que no se te ocurra cagarla de nuevo.



Héctor Gomis
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miércoles, 15 de septiembre de 2010

32 - La cabeza (Capítulo 1 de 2)

Mientras observaba al policía, Samuel supo que no tenía salida posible. Nunca hasta ahora había estado seguro de nada, pero esta vez no había lugar a dudas, había metido el pié hasta el fondo. Y si aún le quedaba algo de esperanza de que todo el lío se resolviera satisfactoriamente, la cabeza medio putrefacta que lo miraba desde la mesa se ocupaba de volverle a la realidad. Esta vez la había cagado, la había cagado bien cagada.
La noticia ya había corrido por toda la ciudad y decenas de periodistas se apostaban en la puerta de la comisaría para fotografiar al “nuevo monstruo decapitador”, como ya se le conocía. Samuel, ajeno al ruido del exterior, intentaba sin éxito improvisar una excusa convincente para su mujer. No respondió a ninguna de las preguntas del inspector. Durante las cuatro horas que duró el interrogatorio no hizo más que mirar abstraído al suelo. El policía, agotado y frustrado, se levantó de la silla para marcharse. Se había convencido de que estaba ante una mente fría y criminal, y no se veía capacitado para desentrañar su oscura alma. Si al menos estuviera el inspector Contreras, se lamentaba el agente, él sí que sabría cómo sacarle la información, ese hombre es un genio. Cuando ya se encontraba frente a la puerta para salir de la sala de interrogatorios, Samuel le dijo entre lágrimas, por favor, no le digan nada a mi mujer, me matará si se entera.

Seis meses antes de aquello, Samuel era feliz. Era un aburrido peluquero de barrio de sesentaytantos con una vida rutinaria, unos hijos déspotas y una mujer seca y áspera como el esparto. Llevaba años planteándose la jubilación y hacía unos meses que se había decidido a colgar los peines y retirarse definitivamente, pero un extraño acontecimiento, un pequeño milagro, como el lo definió, cambió sus planes de improviso. Aquel “pequeño milagro” llegó en la forma de anciano enjuto y medio calvo.
Fue una tarde en la que la peluquería estaba vacía y Samuel aprovechaba la soledad para disfrutar de su adorado Nat King Cole a todo volumen en el equipo de música. Cuando el viejo entró Samuel lo saludó con la mejor de sus sonrisas. ¿Que desea caballero?, ¿un afeitado, quizá?, le dijo casi cantando sobre la melodía de Monalisa. Pues, si no le importa, me gustaría un buen corte de pelo, pero primero un lavado, respondió el cliente mientras se sentaba y apoyaba la cabeza en el lavadero. Un instante después de aquello, justo cuando Samuel apoyó sus dedos en el cráneo del anciano para enjuagarlo, un intenso placer lo invadió. Las yemas de sus dedos recorrieron toda su superficie, despacio, recreándose en sus formas, y casi inmediatamente descubrió que aquello que estaba palpando era perfecto. Sus dedos viajaron de este a oeste y de la parte más inferior del occipital hasta la superior del hueso frontal y no encontró la más ligera desviación, el mínimo bulto o anomalía. Era un cráneo inmaculado, puro, esférico. Era la belleza absoluta. Samuel acaba de conocer por primera vez la perfección, y después de casi setenta años rodeado de mediocridad, acariciar la cabeza de aquel viejo había sido el momento más hermoso de su vida. En ese momento pensó que aquella cabeza era la muestra de que Dios existía y de que no le había olvidado. Fue una epifanía. El primer instante de alegría en la vida del triste peluquero. Esa tarde se recreó en su trabajo como nunca, y disfrutó como nunca, y también hizo otra cosa que nunca antes había hecho, invitó al anciano al corte de pelo.
Por la noche llegó a casa muy contento y ni los reproches de su mujer, ni las exigencias de sus malcriados hijos, empañaron su ánimo. Era un hombre completo, realizado. Estaba convencido de que todos sus esfuerzos y sufrimientos habían valido la pena, todo lo recorrido en su vida le había llevado al magnífico premio de esa cabeza, ese hermoso objeto que pronto volvería a acariciar de nuevo.
En los días siguientes pasó de la felicidad cada vez que rememoraba ese momento a la ansiedad por repetirlo, y de allí a la preocupación primero, y luego al temor de no volver a disfrutar de su cabeza (porque ya la sentía como propia). Y ese temor fue aumentando con el tiempo, al fin y al cabo, pensaba, el dueño de aquella cabeza era muy mayor, y en cualquier momento podría enfermar y quedarse recluido en su casa, o aún peor, podría morir y privarle de su adorado cráneo para siempre. Con esa angustia pasó dos semanas, intentando infructuosamente encontrar al nonagenario caballero dueño de su tesoro. Hasta que un día, los pequeños ojos del anciano le sonrieron desde la calle. Buenos días, me encantaría repetir su fantástico lavado y corte de pelo, ¿está libre en este momento o vuelvo quizá mas tarde?, dijo el viejo asomado apenas por la puerta. Ahora mismo lo atiendo, respondió Samuel entusiasmado.
En esta segunda ocasión Samuel disfrutó aún más si cabe. El anciano, después de soltar una larga perorata sobre lo mal que estaba el país a la que Samuel fingía atender, se durmió profundamente, y fue entonces cuando el peluquero pudo conocer el éxtasis total. Él y su adorada cabeza solos al fin. Sus dedos se deslizaron por el contorno del cráneo como los de un violinista, y así parecía sentirse, como un artista tocando el más sublime de los instrumentos. Pero ante su inmensa felicidad, la posibilidad de que esta pudiera acabarse tarde o temprano le angustiaba. ¿Por qué Dios le daba tal regalo para luego quitárselo? No era justo que aquel anciano hubiera tardado tanto en aparecer por su peluquería, ya casi en el fin de su vida. Definitivamente, pensó, no podía dejar que nada ni nadie le apartara de esa cabeza, y no tardó mucho en trazar un plan para hacerse con ella.
Esta vez había tenido la precaución de averiguar todo lo posible acerca del portador de aquella joya. Sabía ya su nombre, su dirección y algunos detalles personales sumamente importantes que le ayudarían a lograr su objetivo. El anciano era un hombre solitario, sin familiares vivos ni amigos, un hombre de costumbres que solía levantarse temprano para ir a desayunar al mismo bar desde hacía treinta años, luego daba un breve paseo por el barrio y volvía a su casa pronto para no salir hasta la mañana siguiente. Así que desde la una de la tarde hasta las ocho de la mañana se encontraba completamente solo en su casa. Eso le daba un buen margen de maniobra.
El plan era simple, se ofreció a ir a casa del anciano a cortarle el pelo cuando este quisiera, ofrecimiento que fue aceptado inmediatamente y con no poca alegría. Eso sería magnífico, venir hasta su peluquería a mi edad es un gran esfuerzo, respondió el anciano ante la proposición. Una vez en su casa y a solas con el anciano no le sería difícil asfixiarlo con un cojín y cercenarle la cabeza con una sierra. Luego, tres o cuatro  bolsas de basura para esconderla y prevenir posibles goteos de sangre inoportunos, y sólo faltaría enterrarla un tiempo en algún lugar seguro para hacer que la naturaleza limpiara su preciado cráneo de carne, pelos y demás porquería. Claro está que se armaría un gran revuelo cuando encontraran el cadáver, meses después, pero para entonces nadie lo podría relacionar con el anciano. El plan era perfecto. En dos semanas lo llevaría a cabo.

El día D a la hora H, Samuel se encontró el portal del anciano abierto. Magnífico, pensó, menos posibilidades de que alguien me vea. Subió por las escaleras con sigilo y al encontrase ante la puerta de la casa del viejo repasó todo el equipo que llevaba en la mochila. Bolsas de basura para guardar la cabeza, sierra, guantes, gorro para no dejar cabellos en la escena del crimen, plásticos para envolver sus zapatos, ropa para cambiarse y una porra por si los acontecimientos se le iban de las manos y tenía que acabar de una manera más drástica. Si se daba el caso, tenía muy claro que el golpe debía dárselo en el cuello, no fuera a ser que estropeara su preciado cráneo. Cuando fue a tocar a la puerta, descubrió que el destino le había dado un nuevo regalo. Al primer golpe de sus nudillos, la puerta se abrió lentamente. Entró en el piso a oscuras y de puntillas fue buscando al anciano por las habitaciones. Después de visitar tres estancias de la casa vio el bulto de un hombre agachado sobre la mesilla de noche de la habitación principal. Samuel dio dos zancadas hacia el bulto y con un rápido movimiento desnucó al objetivo con su porra. No podía haberlo hecho mejor, pensó mientras sacaba la sierra de la mochila. Veinte minutos después, un exultante Samuel salía a la calle cargando con orgullo su cabeza.
Al llegar a la peluquería estaba muy nervioso. Extrañamente no sentía remordimientos, ni siquiera miedo ante la posibilidad de que lo pillaran, estaba expectante y no encontraba el momento de volver a disfrutar de su tesoro, el cráneo más perfecto del mundo. Cerró el establecimiento y bajó las persianas para evitar visitas inoportunas, y luego se dispuso a abrir la bolsa y sacar su merecido premio.

Mientras esto estaba pasando, a varias manzanas de allí, un pasmado anciano descubría que le habían reventado la cerradura de su casa y le habían robado. Muerto de miedo, llamó a la puerta de un vecino para que le permitiera entrar y llamar a la policía. Media hora después, escoltado por dos orondos agentes, el anciano descubrió el cuerpo decapitado de un hombre tendido sobre su cama.

La historia corrió de boca en boca por la ciudad. La policía estaba perpleja ante el crimen. No habían tardado mucho en dar con la identidad de la victima. Gracias a sus huellas dactilares descubrieron que se trataba de un ladrón bastante conocido por las autoridades, y el aspecto que tenía la casa dejaba muy claro que es lo que aquel tipo estaba haciendo allí, pero el misterio que no dejaba dormir al inspector Contreras era por qué no tenía cabeza. Normalmente a esta gentuza la revienta a balazos algún propietario asustado, cosa que me parece digna de elogio, o a lo sumo mueren de un navajazo en alguna esquina por una pelea, ¿pero quien narices le habrá birlado la cabeza a ese cabrón en mitad de un robo? , ¿y por qué? La mujer del inspector lo miró con condescendencia y le respondió, eso seguro que es una secta satánica de esas, que ya no se donde vamos a acabar, y no te preocupes por la cabeza, que ya aparecerá. El inspector Contreras odiaba que su mujer le dijera eso. Siempre se lo decía cuando algo le preocupaba. No te preocupes por el coche del alcalde, si lo han robado, ya aparecerá, no te preocupes por el niño, si hace tres días que se fue de marcha y no ha vuelto aún, ya aparecerá. La mujer del inspector Contreras vivía en una perpetua tranquilidad que no rompía ningún acontecimiento por preocupante que fuera, y esto dejaba al inspector solo ante cualquier contingencia. Pero la falta de ayuda moral por parte de su esposa no era lo que más le preocupaba, lo que le realmente le inquietaba eran los titulares que empezaban a circular por la ciudad, “el monstruo decapitador” llamaban al asesino en los periódicos. Justo lo que me faltaba, pensó el inspector Contreras, publicidad truculenta.

Samuel pasó días recluido en su casa. La visión de la cabeza cortada de aquel desconocido le perseguía en sus sueños, y durante el día, el miedo a que pudieran relacionarlo con el crimen le impedía siquiera moverse de la cama, y aunque su mujer lo molía a palos todas las mañanas para que se levantara, él sólo era capaz de gemir y ocultar su cara entre las manos como respuesta. Así estuvo, sin salir de la cama salvo para ir al baño,  hasta que una mañana Golfo, que así se llamaba el perro de su hijo, le dio una desagradable sorpresa. Por suerte para él, en ese momento no había nadie más en la casa, así que se evitó la difícil tarea de explicarle a su mujer por qué el perro estaba jugando por el salón con una cabeza humana. En cuanto Samuel vio el cráneo girando por el suelo y en evidente estado de descomposición le dio un vuelco el corazón. Aquella cabeza había venido a buscarlo, quería su venganza y estaba allí para cobrársela. Con un quejido lastimero, se tapó con las sábanas y esperó que todo fuera producto de su imaginación, pero cuando volvió a asomar su cara al exterior vio que allí seguía, inmóvil, con los ojos vidriosos, mirándole fijamente desde el suelo.
Tardó unos minutos en averiguar que es lo que había pasado realmente. El maldito perro la había desenterrado del jardín y había estado jugando con ella por la casa. Samuel se armó de valor y salió de la cama para limpiar cualquier huella de lo ocurrido y luego deshacerse de la acusadora y putrefacta prueba. Un rato después, mientras caminaba por la calle buscando un contenedor de basura donde tirarla, se maldijo por no haberse dado cuenta del error, y es que estaba muy claro que esa cabeza oblonga y amorfa no podía ser su apreciado tesoro. Su forma, que palpaba a través de la bolsa de basura, distaba mucho de la del cráneo perfecto que tanto placer le había proporcionado. Sintió un inmenso alivio cuando se deshizo de ella.

El anciano por su parte, después de varios días anestesiado a base de calmantes y ansiolíticos, al fin había recuperado la presencia de ánimo, y con ella sus ganas de una visita al peluquero. Pero esta vez pensó que mejor sería ir a la peluquería y que le diera un poco el aire.
Llamó a Samuel por teléfono a su casa y le pidió cita para aquella misma tarde. Un Samuel considerablemente alterado le respondió vacilante al otro lado de la línea, con mucho gusto caballero, eh, hummm..., esta tarde lo atenderé. Al colgar el teléfono, una sonrisa lobuna se asomó en el rostro del peluquero.

Cuando avisaron al detective Contreras de que la cabeza había sido encontrada al fin, este se encontraba discutiendo con el concejal de seguridad. El concejal, señor Álvarez del Castillo para más señas, estaba de un humor de perros. El continuo acoso de la prensa le traía de cabeza, y esa mañana en particular no se sentía con ánimos para nada. Había tenido una noche horrible, con unos extraños sueños homosexuales en los que decenas de moros le sodomizaban por turnos, y lo peor no era haberse visto en esa situación, a cuatro patas siendo penetrado por un grupo de magrebíes, cosa que por sí sola ya le causaba la mayor repulsión, no sólo por el acto contranatura y abominado por la santa madre iglesia, sino por que para colmo de males, eran moros los que lo follaban, los asquerosos inmigrantes a los que tenía que poner buena cara en aras de una actitud políticamente correcta, pero a los que secretamente despreciaba. Lo peor de todo es que se había levantado con una descomunal erección que no había podido calmar en toda la mañana. La culpa es de Enriqueta, pensó el señor Álvarez del castillo, si mi esposa se dejara de inventos mi vida sería mucho más tranquila.
Mientras el inspector Contreras le daba todo tipo de explicaciones sobre las indagaciones del caso del decapitador, el concejal sólo podía pensar en la noche anterior, y más concretamente en las palabras de su mujer: ya verás querido como te gusta, me lo ha recomendado una amiga, te va a encantar. Maldita tarada, pensó el concejal mientras recordaba como, acto seguido a sus palabras, su mujer le introducía el dedo índice en el culo justo a mitad del polvo. Y el caso es que le había gustado, más que eso, había sentido más placer en aquella sesión de sexo que en todos los polvos que había echado a lo largo de su vida. Pero cuando el placer cedió, le invadió un sentimiento de vergüenza y culpa que le acompañaba desde entonces. ¿Cómo puede ser que me guste que me den por culo?, ¿seré maricón?, se preguntaba una y otra vez el Concejal sin atender a las palabras del inspector Contreras. ¿Me gustan los hombres y no lo he sabido hasta ahora?
Sumido en sus propias preocupaciones, el concejal Álvarez del Castillo no escuchó nada de lo que decía su interlocutor, y a la pregunta final que le realizó el inspector, ¿y usted que opina del caso del decapitador señor concejal?, el señor del Castillo respondió: seguro que ha sido un jodido moro, un jodido moro maricón.

Esta vez no iba a fallar. La primera vez pecó de ansioso, pero no volvería a cometer el mismo error. Aquella tarde, en cuanto el anciano llegara a la peluquería, Samuel sería frío e implacable. Estaba convencido de que conseguiría su objetivo, su ansiado cráneo. Ya nada ni nadie podría impedírselo. Su convicción le había hecho reponerse por completo y ahora era un hombre nuevo, un hombre con una meta.
Tenía todos los utensilios dispuestos en el almacén de la peluquería, y a los ya utilizados anteriormente había añadido una enorme maleta de su mujer para transportar el cuerpo.
El anciano llegó puntual. Eran las tres de la tarde y no había un alma por las calles. Perfecto, pensó Samuel, perfecto. Después de la conversación ligera de rigor, el anciano se sentó en el sillón y Samuel le tapó el rostro con una toalla húmeda y caliente. Es para que se reblandezca la barba, le indicó el peluquero. Aprovechando que el anciano no podía verle, Samuel se metió en el almacén a coger todo el equipo. Una vez dentro, se recreo en el momento, su momento. Por primera vez en su vida se vio poderoso, capaz de cualquier cosa, un hombre que persigue sus sueños y los atrapa de un manotazo. Cerró los ojos y se imaginó admirando su adorado cráneo, limpio de cualquier rastro del anciano, blanco y redondo, perfecto. Mientras Samuel se deleitaba con sus pensamientos de victoria, fuera, en la peluquería, un nuevo actor apareció en escena. Perdone caballero, ¿tardará mucho el peluquero? Era un joven delgado y medio calvo el que pronunció estas palabras mientras entraba en el establecimiento, es que me tengo que cortar el pelo y tengo un poco de prisa, añadió. Pues no se preocupe, respondió el anciano, si algo me sobra a mi es tiempo libre, ocupe mi lugar y yo aprovecharé para dar un paseo y luego vuelvo. El joven le agradeció el favor, se sentó en el sillón y tapó su cara con el paño del mismo modo que había visto hacer al viejo.

El inspector Contreras estaba indignado. A pesar de haberle comunicado al concejal de seguridad que ya habían encontrado la cabeza, lo que sin lugar a dudas era un gran avance en la búsqueda del culpable, el concejal no sólo no había hecho el más mínimo caso de sus palabras, sino que además le había ordenado dar un vuelco a la investigación y centrarla en los ambientes homosexuales de la ciudad. ¿Qué tendrán que ver los maricones con esto?, se quejaba Contreras ante su mujer, y encima me ha mandado detener a todos los moros gays de la ciudad, esto va a ser un escándalo. Ya estoy viendo los titulares cuando se entere la prensa, “Monstruo decapitador maricón y moro”, vamos a ser el hazmerreír de la profesión. No te preocupes cariño, respondió su mujer con el deje condescendiente que tanto irritaba al inspector, el concejal sabrá lo que se hace, ya verás como aparece el culpable igual que lo hizo la cabeza.




Héctor Gomis
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Noticias - Aunque todo indique lo contrario, sigo vivo

Debo pediros disculpas a todos. Por circunstancias que no vienen al caso, me ha sido imposible volver a publicar nada nuevo hasta ahora.

La noticia es corta y simple. He vuelto.

Ahora subiré el primer capítulo de mi nuevo cuento "La cabeza", y la semana que viene llegará el segundo con la resolución de esta misteriosa historia. Espero que os guste.



 

P.D.:
Próximamente os daré nuevas y venturosas noticias

viernes, 12 de marzo de 2010

31 - La esponja

Damián era una esponja. Lo que le pasaba a Damián es muy fácil de explicar. Damián estaba vacío. Por dentro era hueco y por fuera poroso. No contenía nada que no pudiera absorber del exterior. Si tú eras dulce él rezumaba azúcar, si eras tibio él se calentaba, si negro se oscurecía. No tenía voluntad ni opinión, y sin tener nunca razón, él la iba repartiendo a diestro y siniestro. Si querías ir al cine, pagaba las entradas, si proponían robar un coche, él buscaba una ganzúa, si se decía de ir de putas, compraba los condones. No tenía un Dios sino miles, todos los que los demás adoráramos. Ni tenía gustos definidos, los cogía prestados. Por suerte para él, el dinero de su familia permitía que pudiera vivir en su mar de indefinición. Y así se compró el coche que me gustaba a mí, la casa que quería su madre, o el jersey que llevaba su hermano.
Por su forma de ser, Damián se llevaba elogios e insultos todos los días. Era el empleado perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias, el hijo perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias, y por supuesto, en cuanto le encontrara la adecuada, el marido perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias. En cambio sus amigos le despreciaban. Los que lo conocían y no deseaban sacar nada en metálico de él, volvían asqueados su cabeza para no verlo. La mayoría creían que era falso y calculador, y que cuando te daba la razón en todo, lo hacía para adularte y conseguir algo a cambio. Pero no era así, no había malicia en sus actos. La esponja sólo era eso, una esponja. Un absorbedor nato. Y buscaba continuamente gente de quien llenarse, ideas de las que nutrirse.
Supongo que todo habría sido distinto si los demás hubieran adivinado lo que yo sabía. Si hubieran encontrado la verdad sobre Damián. Pero no fue así, y fue cayendo en el desprecio general, hasta que llegó un día en el que nadie, salvo su jefe, su madre, su recién conocida futura esposa y yo, le dirigía la palabra. Ese día se sintió vacío como nunca lo había estado. Y ante el problema de no tener a nadie nuevo del que copiar sus ideas, no tuvo más remedio que tener una idea propia. La única y la más importante de su vida. Debía buscar su sitio, un lugar donde poder llenarse a gusto, donde le dijeran en todo momento lo que tenía que hacer, donde no tuviera nunca que tomar decisiones. Después de mucho cavilar, la esponja decidió alistarse en el ejército.

No supe de él en años, y un día me llegó una carta de su madre. No comentaré lo que ponía, pero si que dejaré mi impresión sobre lo que debió ocurrir. La esponja fue feliz mucho tiempo. Absorbió del cabo, y del sargento, y también absorbió del capitán, y también lo hacía del resto de los reclutas. Y tomó las decisiones, correctas o equivocadas que otros le prestaron. Y una de esas decisiones lo envió a un conflicto en un país extranjero. Y allí absorbió como nunca lo había hecho, y lo hizo de todo el mundo. Lo hizo con los militares y también con los civiles, y lo hizo con los vencedores y con los vencidos, y asimiló las ideas de los torturadores y los oprimidos, y se llenó de amor y odio, de deseos de venganza y de perdón, y asumió todo el dolor que encontró a su alrededor. Y al tiempo, la esponja se fue hinchando cada vez más. Día a día, mes a mes, año a año. Hasta que no pudo soportar más la presión y reventó por los cuatro costados.



Héctor Gomis
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jueves, 11 de marzo de 2010

30 - Victoria

Hoy toqué fondo. Las pocas fuerzas que aguantaban mis huesos se diluyeron en la lluvia. Las entrañas me queman a cada metro que avanzo. La vida me pesa. Los triunfos del pasado se subieron a mis hombros y ahora me empujan contra el suelo. El castillo que construí con sudor y sangre se desmorona ante mis ojos, dejando ver entre los escombros la gloria que lo adornó en el pasado.

Estoy desnudo y perdido. La batalla terminó y solo escucho derrota en el viento. Mis manos son cuchillas y se clavan en la roca para seguir avanzando, y mis pies, mis pies son piedras frías que frenan mi paso. Mi mente se llena de preguntas, preguntas sin respuesta, ¿qué pasó para que me encuentre solo?, ¿cómo desapareció todo?, ¿en que momento el suelo cedió bajó mis pies?, ¿por qué los amigos se fueron?, ¿por qué los refuerzos no llegaron? Me quedé frente al león sin un mísero palo para defenderme.

Ahora lamo mis heridas frente al fuego, esperando que el viento vuelva a soplar, recogiendo las gotas del ánimo perdido y cosiéndome el alma al pecho para que no caiga. La noche es fría, el día largo, el final lejano.

Pero cada golpe lo recibo con una sonrisa, porque, aún cansado y dolorido, sigo en pié, porque, aunque roto y quebrantado, mi corazón late, el aire mueve mi pelo y el sol me calienta, porque aún dirijo mi barco, porque sigo siendo un hombre, y se que tarde o temprano me alzaré y lograré de nuevo la victoria.

lunes, 22 de febrero de 2010

29 - El trato

Sólo debes asentir con la cabeza. No hace falta que firmes ningún papel, ni siquiera que digas nada o nos estrechemos la mano. Así no habrá constancia de nuestro trato. Nadie descubrirá que aceptaste. Sólo mueve tu cabeza de arriba abajo y sabré que estamos de acuerdo. Supongo que ahora mismo te será inconcebible lo que te propongo. Pero quiero que sepas que nada malo te puede pasar. Si aceptas el trato, tu triste y tediosa vida dará un giro de ciento ochenta grados. Ya no tendrás que preocuparte por nada, todos tus problemas estarán automáticamente resueltos, como por arte de magia, y tus sueños, esos sueños que se fueron quedando por el camino, aquellos que dejaste escondidos dentro de una pequeña caja en tu cerebro, al fin podrás hacerlos realidad. Comprenderás que, con un pequeño esfuerzo por tu parte, puedes lograr todo aquello que alguna vez deseaste. ¿Acaso no merece la pena olvidar tus estúpidos escrúpulos por una vida mejor? Ya no mejor, la vida que siempre quisiste tener. ¿Es tan difícil lo que te pido? La respuesta es no. Otros lo hicieron antes que tú, y ahora son mucho más dichosos gracias a su pequeño sacrificio. Y si no quieres hacerlo por ti, hazlo al menos por los tuyos. Esto no tiene porque ser un acto egoísta. Piensa en tu gente, que te han seguido todos estos años, que te han apoyado, que te han dado su amor de manera incondicional. ¿Qué has hecho tu por ellos?, ¿has podido ofrecerles todo lo que merecen?, ¿has sido capaz de cumplir sus expectativas? No. A cambio de su fe en ti no han obtenido más que desilusión. Ya es hora de que les devuelvas todo lo que te han dado. Debes olvidar tus prejuicios. En este mundo no somos más que animales intentando sobrevivir, y para hacerlo a veces debemos dejar a un lado nuestras inútiles normas morales y comportarnos como lo que realmente somos. Hay momentos en los que tenemos que sacar nuestro lado salvaje. Porque en eso consiste esta vida, en luchar por lo que queremos, en matar o morir. Y ahora tienes la ocasión de luchar por lo tuyo. Hoy, en este instante, puedes darle un zarpazo a la vida y arrancarle todos sus tesoros de golpe, de una vez y para siempre. ¿Crees que es mucho lo que te pido? Puede que si, ¿pero acaso no es a su vez enorme la recompensa?
No te diré más. Ya sabes lo que hay en juego. He sido sincero contigo y te he expuesto todos los puntos del acuerdo. Si lo rechazas, no volveremos a vernos nunca. Tu vida seguirá como hasta ahora, y todas las noches te acostarás pensando en lo que hubiera ocurrido de haber dicho que si a aquel desconocido. Si por el contrario lo aceptas, será el comienzo de una nueva vida para ti y tu familia. Se que es complicado tomar una decisión tan transcendente, así que te dejaré unos minutos para pensar en ello.
Mientras reflexionas, me tomaré un brandy, si no te importa. ¿Y tú?, ¿quieres algo?, ¿más café?


Héctor Gomis

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miércoles, 17 de febrero de 2010

28 - La canción

El hombre estaba en blanco. Llevaba mucho tiempo sin escribir una nota, y la falta de inspiración le comenzaba a preocupar, nunca había tenido un periodo de sequía tan largo. No era un compositor muy prolífico, pero era raro en él que le costara tanto concentrarse. Se levantó del piano y se dirigió vacilante a la ventana. Pensó que quizá un poco de aire helado de la noche serviría para despejar su aletargado cerebro. Abrió los postigos de la ventana y vio reflejado su rostro en el cristal. Se vio guapo. A pesar de los años y del duro castigo que había sufrido su cuerpo, seguía siendo atractivo, fuerte. Sus ojos ya no lucían con la intensidad de antaño, pero mantenían su extraña belleza.
El hombre abrió la ventana, se desabotonó la camisa y sacó medio cuerpo. Fuera, un grupo de niños martirizaban con piedras y palos a un perro vagabundo. El animal se defendía como podía de los ataques de aquellas bestias de apenas trece años, ladraba desaforado y lanzaba dentelladas al aire intentando intimidarlos. Pero los niños seguían con su acoso sin preocuparse del peligro.
Hubo un tiempo en el que el hombre hubiera gritado a los niños, o incluso hubiera bajado a detenerlos, y hasta puede que, apiadado del pobre animal, lo hubiera acogido en su casa. Pero ese tiempo ya pasó, la vida le había enseñado a quedarse encerrado dentro de su mundo y no mezclarse en los asuntos de los demás. Ahora, todo lo que traspasara el umbral de su puerta pertenecía al extranjero, a un país extraño y cruel que no quería visitar, a un lugar que no era el suyo.
Cerró la ventana y, en un ataque de ira e impotencia, cogió la partitura del piano y la lanzó al fuego de la chimenea. Se sentó en el suelo a ver como ardía, con su bonito baile de cenizas y llamas azules, y trató mientras de recordar la música que se estaba perdiendo entre el humo. Era una melodía pequeña y hermosa, un sonido que había acunado en su mente durante días hasta que nació en forma de notas garabateadas con tinta. Era una canción que no le hizo falta tocar nunca, porque le salió a borbotones de la cabeza al papel. Después de componerla, no había podido escribir una nota más. ¿Para qué?, pensaba, no voy a hacer nada mejor en mi vida. Era una canción que nadie más había oído, y que el hombre había decidido que nadie oiría jamás.
El hombre esperó a que se hubiera destruido hasta el último pedazo de partitura y luego apagó el fuego con un poco de agua.
Se volvió a asomar a la ventana y espero a que los niños se hubieran cansado de su cruel juego. Cuando estuvo seguro de que no volverían, bajó a la calle y encontró al perro tirado en el asfalto. El animal aún respiraba, pero el hombre casi podía ver como se le soltaban los últimos hilos que le ataban a la vida. Se agachó a su lado y le cubrió el cuerpo con su chaqueta. Mientras le acariciaba la cabeza, el hombre le tarareó bajito su canción, esta es sólo para ti pequeñín, pensó mientras lo hacía. Con la última parte de la melodía el perro cerró los ojos, y después de oír la última nota murió.
El hombre dejó su chaqueta sobre el cuerpo del animal y se alejó de allí. Dio un largo paseo, durante el cual pensó que su canción sonaba aún mejor de lo que había imaginado, y se alegró de que fuera lo último que escuchó la pobre bestia antes de irse. Sabía que era un pobre regalo en un momento inoportuno, pero aún así, deseó que cuando llegara su momento a alguien se le ocurriera hacerle un regalo igual.

Héctor Gomis

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lunes, 1 de febrero de 2010

27 - El último asalto

Edwin esperó a que todos salieran de su gimnasio para entrenar con el saco. Desde que dejó el boxeo profesional, hacía ya más de treinta años, le daba pudor que le vieran hacerlo. Su cuerpo ya no tenía el formidable aspecto de antaño, y le dolían demasiado las burlas de los chicos sobre sus torpes movimientos y sus kilos de más.
Edwin Liboy, “El Tigre de Cabo Rojo”, comenzó lanzando una serie de directos. Uno, dos, uno, dos, repetía en voz baja mientras golpeaba el viejo saco y arrastraba pesadamente los pies. Después de quince minutos ya no podía con su alma. Con las últimas fuerzas que le quedaban lanzó su famoso gancho de izquierda, “El Taladro”, como lo bautizaron en su Puerto Rico natal, o “El Vaso de leche”, como le gustaba llamarlo a él; “Un vaso de leche calentita y a dormir,  después de mi gancho todos besaban la lona”, fanfarroneaba siempre que podía delante de sus pupilos. Edwin notó que su gancho ya no llevaba la dinamita que lo hizo tan célebre. El saco apenas se movió después del golpe. Estoy acabado, pensó mientras se quitaba los guantes, con esto no derribaría ni a una niña.

- Eres un viejo, Edwin. Lo eras ya hace unos años, no deberías torturarte con estas pruebas estúpidas, dijo una voz escondida entre las sombras.
- ¿Quién anda ahí?, preguntó Edwin poniendo sus puños en posición de combate.
- ¿Ya no reconoces a los amigos? Quizá te dí demasiado fuerte en nuestra última pelea.

El visitante salió de la penumbra y se mostró ante Edwin.

- ¿Sigues sin saber quien soy?, a lo mejor si te doy otra paliza te acuerdes de mí.
- ¿Ramón?, ¿eres “El toro” Vargas?
- El mismo. Pero ya de toro me queda poco, sólo las cornadas de la vida.

Edwin Liboy “El Tigre de Cabo rojo” y Ramón “El toro” Vargas se abrazaron con fuerza. Mientras estrechaban sus cuerpos, los dos recordaron la última vez que se abrazaron así. Fue el 3 de Agosto de 1975.

- Esta vez no caeré, le dijo Edwin al oído.
- jejeje, tal como están  mis rodillas, probablemente lo haré yo, respondió Ramón separándose. ¿Por qué no me invitas a una cerveza y hablamos de los viejos tiempos?
- Eso está hecho, Toro.

Edwin apagó las luces del local y bajó la persiana.

- Te voy a llevar a un sitio especial, ya verás, Ramón.

Edwin cumplió su palabra. Cuando Ramón Vargas entró en el bar, no pudo reprimir una melancólica sonrisa. Encima de la barra se encontraba un viejo y amarillento cartel anunciando un combate de boxeo. Bajo las fotos de dos jóvenes boxeadores se podían leer estas frases: “La pelea de las peleas… El tigre contra el Toro… Lucha de titanes por la corona de Latinoamérica”.

- ¿De donde han sacado el cartel?, creía que no quedaba ningún ejemplar.
- ¿Te gusta, verdad?, pues eso no es lo único, mira, dijo Edwin señalándole unos recortes de prensa enmarcados en la pared.
- ¿Eso son…?
- Si, son todas las crónicas que pude conseguir de nuestro combate. Y en esa pared están colgados mis guantes y mi calzón, el tuyo no hubo manera de conseguirlo. ¿No lo tendrás tú por casualidad?
- No, lo siento. Me deshice de todo hace muchos años.
- Una lástima. Sólo faltaban tus guantes y tu calzón para completar nuestro pequeño altar.
- No entiendo porque guardas todas esas cosas. ¿No es doloroso volver a encontrarte con esos recuerdos? Al fin y al cabo fue tu último combate.
- Lo se, pero no puedo evitar añorar ese día. Fue el más triste, pero también el momento más grande de mi vida. Fue un combate increíble.
- En eso tienes razón. No se ha vuelto a dar una pelea igual. Fue algo especial.
- Y todavía nos recuerdan. No sabes las veces que me han parado por la calle y me han pedido que hable de ello. Para la gente fue algo épico.

Los dos hombres se sentaron en el fondo del bar y pidieron unas cervezas.

- Ahora verás como se va a poner el dueño del local cuando te presente. Es un gran admirador tuyo, le dijo Edwin a su amigo.

De detrás de la barra salió un hombre calvo y gordo, y llevó dos cervezas a la mesa.

- Mira Andrés, este hombre igual te suena. Se llama Ramón Vargas.

El camarero tardó unos segundos en reaccionar, luego dejó los vasos en la mesa y,  emocionado, estrechó la mano de Ramón.

- Es un honor tenerle en mi establecimiento. ¿Habéis oído, chicos?, está aquí el gran Ramón Vargas, añadió gritando al resto de los parroquianos.

No hubo ningún gesto de reconocimiento por parte de los presentes. La mayoría era gente joven que ni había nacido en aquella época. El camarero, haciendo caso omiso de la indiferencia general, continuó hablando en voz alta.

- Estos son los más grandes boxeadores de los setenta. Estáis en presencia de dos leyendas vivas. ¿Señor Vargas, me haría el favor de firmarme un autógrafo?
- Por supuesto, será un placer. ¿Tiene un papel y un bolígrafo?
- Aquí tiene mi pluma, y que mejor papel que ese, dijo dirigiendo la mirada hacia el cartel del combate. Ya está allí la firma de Edwin, sólo falta la suya.

Ramón “El Toro” vargas se levantó de su asiento, se acercó al cartel y lo rayó con un indescifrable garabato.

- Lo siento, es el Parkinson. Hace unos años te hubiera dejado una firma más bonita.
- Es perfecto señor Vargas. Me ha hecho muy feliz.
- Ahora podrías dejarnos solos un rato Andrés, mi amigo y yo hace años que no nos vemos, interrumpió Edwin Liboy.
- Por supuesto. Cualquier cosa que necesitéis pedírmela, y hoy corre todo a cuenta de la casa.
- Muchas gracias, Andrés. Eres un amigo.

El camarero se fue a la barra hinchado de orgullo, y los dos hombres se quedaron en la mesa bebiendo en silencio. Ninguno de los dos habló hasta beberse la segunda ronda de cervezas.

- Mi vida fue un desastre desde ese día, dijo Ramón vargas rompiendo el silencio.
- ¿Como puedes decir eso?  Ganaste el combate. Después de aquel día te convertiste en el mejor peso welter de la historia de Latinoamérica. Estuviste a punto de ganar el título mundial. En cambio para mí acabó el boxeo ese mismo día. Hubiera dado lo que fuera por haber logrado tumbarte.
- Me hubieras hecho un favor si lo hubieras conseguido.
- No te entiendo. Como tampoco entendí lo que te pasó después. Habías ganado a los mejores, y perdiste el combate más importante con ese paquete de Morrison. ¿Como pudo vencerte?, si después del segundo asalto casi no se tenía en pié.
- Cosas de la vida. Supongo que no estaba predestinado a ser campeón. Tú si que lo hubieras logrado.
- ¿Yo? No, yo ya había sido vencido. Por ti. Yo sabía que había alguien mejor que yo, alguien a quien no podría vencer jamás. Ese día, el del combate, fue triste, pero también fue el más pleno de mi vida. Por fin encontré a un rival de mi altura. Pude ver hasta donde era capaz de llegar. Me pusiste a prueba y sacaste de mí lo mejor que podía dar, y aún así perdí. No hubiera logrado vencerte por más veces que lo hubiera intentado.
- Ese día desde luego no, pero el día del combate por el campeonato no era el mismo hombre. En esa ocasión me hubiera ganado cualquiera.
- Es muy extraño lo que dices. En esa época no había quien pudiera tumbarte. Lo que pasó con Morrison no se lo explicó nadie.
- Dejemos el pasado. Es muy doloroso. ¿Como te va la vida? Cuéntame algo del presente.
- Pues no hay mucho que contar. Después de perder frente a ti colgué los guantes, me vine a España e invertí mi dinero en una casita y en mi gimnasio. Ahora vivo tranquilo y me dedico a entrenar jóvenes promesas del boxeo.
- ¿Y hay buen material en tu gimnasio?
- Pues tengo un par de chavales que prometen, pero hasta ahora no he encontrado a nadie con talento de verdad. Aquí se vive demasiado bien. Los chicos se conforman con ponerse fuertes y lucir los músculos ante sus novias. No he vuelto a ver en nadie la fiereza que tenían tus ojos. Ya no hay luchadores como antes.
- Será eso, o quizá que nos vamos haciendo viejos y que todo lo pasado fue mejor.
- Es probable, viejo amigo. ¿Y que te ha traído hasta aquí?, ¿vives ahora en Barcelona?
- La verdad es que no tengo casa. Estuve años viajando por el mundo y trabajando de lo que salía. Fui estibador, albañil, guardaespaldas, y hasta trabajé un tiempo de matón para un mafioso de Buenos Aires. Pero ese trabajo lo dejé pronto. No tenía estómago para hacer lo que me pedían, era una gente muy peligrosa. Con el tiempo, mis músculos se fueron desinflando, y yo nunca he tenido otra cosa que mi fuerza, así que llevo años buscándome la vida como puedo y mendigando cuando no hay más remedio.
- Pero, ¿y que fue de todo tu dinero? Yo gané bastante, pero tú llegaste a hacerte millonario.
- Esa es una historia muy vieja que no tengo ganas de recordar, pero te puedes imaginar, un hombre joven y estúpido que se convierte de la noche a la mañana en rico y famoso y cree que su fama y sus ingresos van a durar para siempre. Une los puntos y sacarás un bonito dibujo de como lo perdí todo.

Edwin miró los apagados ojos del Toro y comprendió perfectamente lo que le decía. Esa misma historia la había escuchado demasiadas veces a lo largo de su vida. Hombres que subían a las estrellas en apenas segundos, y al poco se despeñaban contra el suelo. Era la oscura historia del boxeo. Les enseñaban desde jovencitos a tumbar a otros hombres con sus puños, pero nadie se preocupaba de que aprendieran a mantenerse en pié ellos solos.

Aquella noche, Edwin propuso a su amigo que se quedara en su casa. Ramón Vargas, aunque avergonzado, aceptó manso la invitación.

- Sólo por esta noche, Edwin. Ya he sido un lastre para muchas personas, y a ti te respeto demasiado.

Después de una frugal cena, los dos amigos se despidieron y se fueron a dormir. En el silencio de la noche, Edwin Liboy pudo escuchar el llanto apagado de su amigo. Al oírlo se le hizo un nudo en el corazón.
A la mañana siguiente, Edwin se despertó bastante tarde, se duchó y luego preparó un desayuno para dos. Ramón todavía dormía cuando abrió la puerta de la habitación.

- Vamos perezoso, levántate. Ya son las doce, se nos va a juntar el desayuno con la comida.
- Perdona Edwin. Hacía mucho que no dormía tan bien. Estos pequeños lujos hay que aprovecharlos.
- No te preocupes. Ya sabes que puedes quedarte en mi casa cuanto quieras. Llevo sólo mucho tiempo, un poco de compañía no me vendrá mal.
- Gracias viejo amigo, pero no hará falta. Esta noche me marcharé. Todavía tengo asuntos pendientes que resolver en esta ciudad.

Ramón y Edwin pasaron el día recordando viejas anécdotas de su glorioso pasado. Hablaron y hablaron hasta que cayó la noche ayudados por una ingente cantidad de alcohol. Cuando Ramón Vargas cogió su petate con la intención de marcharse, su viejo adversario le agarró del brazo.

- Ramón, te he ocultado la verdadera razón por la que colgué los guantes. Se la he ocultado a todo el mundo hasta ahora.
- No hace falta que me cuentes nada.
- Lo se, pero es algo que llevo dentro demasiado tiempo, y…, y… creo que te lo debo.
- No creo que me debas nada, y menos después de lo que has hecho por mí hoy.

Edwin Liboy bajó la cabeza y comenzó a llorar.

- Te odié. Te odié tanto ese día…
- No volvamos al pasado, por favor. Es normal lo que sentiste, yo te hubiera odiado también si hubieras sido tú el vencedor de aquel combate.
- Lo se, pero no fue el hecho en si de perder. Fue el como ocurrió. Dí lo mejor de mí y no fue suficiente. Estuve los diez asaltos a punto de tumbarte, y sin embargo, cuando parecía que ya estabas vencido, volvías a recuperarte para machacarme de nuevo. Fue un infierno.
- Te he dicho que eso ya es agua pasada, déjalo ya.
- Eso sólo fue el principio, al día siguiente, cuando vi tu cara en todos los periódicos te odié más aún. Y desde entonces sólo he deseado verte caer.
- Jejeje, pues entonces no tardarías mucho en alegrarte, un año después ya estaba acabado como boxeador.
- Eso fue precisamente lo que me hizo aborrecerte como lo hice. Cuando te vi perder el campeonato sentí que habías robado mi oportunidad, mi última oportunidad. Yo habría machacado a aquel inútil de Morrison, me habría retirado siendo el campeón, y en cambio tú te dejaste vencer de la forma más estúpida. Esa corona hubiera sido mía si no te hubieras interpuesto en mi camino. Desde ese día seguí todos tus pasos, y me alegré con cada desgracia que sufrías. Llegué a celebrar cada peso que perdías en las apuestas, y el día que te quedaste sin la casa, sentí el mismo placer que cuando veía tumbado en la lona a un contrincante.
- No sigas, por favor…
- No me interrumpas, es importante lo que tengo que decirte. Luego desapareciste del mapa y me comencé a preocupar. No deseaba volver a saber de ti al tiempo y descubrir que habías levantado la cabeza. Quería verte completamente hundido, tan hundido como yo lo estaba. Conseguí localizarte en Venezuela, y desde allí fui tu sombra durante años. En todos los trabajos que buscaste, en todos los proyectos que emprendías, yo me interponía y lograba que fracasaras. Me dejé muchos años y mucho dinero en el empeño, pero no paré hasta que empezaste a trabajar de matón para aquel mafioso en argentina. En ese momento me di cuenta de que habías llegado a lo más bajo, ese día me sentí satisfecho al fin y decidí dejarte en paz. Aún así me quedé en Buenos Aires unos años, monté un pequeño gimnasio y no me fue mal del todo. Ya me había olvidado de ti, por fin saliste de mi vida y podía comenzar de nuevo. Y todo iba bien, todo era perfecto, y yo era feliz de nuevo. Pero al tiempo te volví a ver. Salías de un restaurante con tu jefe y sus compinches. Llevabas un traje carísimo y parecías contento. La locura y el odio que tanto tiempo me habían consumido se volvieron a apoderar de mí, y tracé un plan para acabar contigo de una vez por todas. Investigué sobre tu jefe y su organización, y me enteré de que te habías  convertido en su mano derecha. También descubrí que estabas encargado de los intercambios de droga. Dediqué mucho tiempo a preparar el golpe, y al final conseguí interceptar uno de los envíos. Estaba seguro de que tu jefe te culparía a ti de la pérdida, y sabía como trataba aquel animal a quienes le defraudaban, así que me deshice de la droga, huí de Buenos Aires  y me vine a España con el dinero. Se lo que estarás pensando. Soy un ser despreciable. Lo que te hice no tiene perdón. Con los años me di cuenta de mi horroroso comportamiento e intenté remediarlo, pero no pude dar con tu paradero. Supuse que estabas muerto, y los remordimientos me han estado torturando todos estos años. Hasta ayer.

Edwin Liboy dejó de hablar y vació su vaso de un trago. Mientras, Ramón Vargas le miraba impasible. Tanto alcohol había hecho mella en el viejo cuerpo del Tigre de Cabo Rojo, y su cuello parecía que no iba a soportar el peso de su cabeza. Después de rellenar de nuevo su vaso, Edwin se levantó dando traspiés y abrió una ventana para refrescarse.

- Dime algo viejo amigo. Di algo a este miserable.

Ramón Vargas se levantó, se dirigió hacia la ventana y estalló en una sonora carcajada.

- Son extrañas las vueltas que da la vida. Después de tantos años, la verdad es tozuda y siempre sale a la luz, dijo el Toro. Yo también tengo algo que confesarte, Edwin. Anoche me escuchaste llorar, ¿verdad? Pues no lloraba por mi triste vida como vagabundo. Nunca he estado tirado en la calle, ni siquiera cuando estuve peor, al contrario, ahora mismo soy un hombre bastante adinerado. Si me puse a llorar fue por lo que me trajo a España. Tal como has dicho, mi jefe se enfadó mucho cuando perdimos el dinero y la droga. Y en un principio me culpó a mí, y llegué a temer por mi vida, pero conseguí convencerle de mi inocencia, y continué trabajando para él todos estos años. Yo también he hecho cosas de las que me avergüenzo, cosas terribles a gente que ni conocía. He cometido crímenes despreciables por los que pagaré tarde o temprano. Lo que no sabía es que si he llegado a donde he llegado ha sido gracias a ti. Desde que dejé de boxear e intentado rehacer mi vida de todas las maneras posibles, y aunque al principio conseguí ganarme la vida honradamente, fue tu mano la que hizo que me convirtiera en lo que soy. Debo decirte también que vine a España a hacer un encargo a mi jefe, mi último trabajo antes de jubilarme de este duro negocio. Debía saldar una cuenta pendiente con un ladrón que nos robó hace años y que por fin habíamos localizado. Esta noche debían darme el nombre de la víctima. Cuando saliera de tu casa debía encontrarme con mi contacto en la ciudad. Creo que ya no hace falta que vaya a verlo, los dos acabamos de descubrir quien es mi objetivo. Si esta mañana me hubiera ido nada más despertarme, me hubiera sido imposible cumplir el encargo, pero ahora, dadas las circunstancias…

Edwin Liboy volvió su mirada hacia Ramón. En sus ojos no encontró ningún sentimiento. El Toro Vargas lo observaba como un niño que mira un insecto por primera vez, estudiando sus reacciones. Esperando.

- Es irónico, añadió Ramón Vargas, pero tu confesión me hace pensar que nada de lo malo que hecho hasta ahora es culpa mía. O quizá si, pero no del todo. No se, supongo que deberé reflexionar acerca de todo esto. Lo que te aseguro, si te sirve de consuelo, es que me has quitado un gran peso de encima.

Edwin cogió la botella de whisky, la rompió contra la mesa y con la mitad rota en su mano enfrentó a su oponente. Ramón sacó del bolsillo de su chaqueta una vieja y usada navaja y se fue contra su amigo.

- Míralo por el lado positivo, viejo amigo. Vas a tener una segunda oportunidad para vencerme.


Héctor Gomis