viernes, 23 de octubre de 2009

18 - El gran hombre

Aquel hombre era inmenso, y cuando lo llamo inmenso no me refiero sólo a sus dos metros de altura, ni a sus manos como raquetas de tenis, ni siquiera hablo de sus trescientos kilos de peso, cuando digo que era inmenso pienso sobre todo en la sensación que dejaba al que lo conocía de verdad. Era grande, grande por dentro y grande por fuera. La primera vez que lo veías, te sobresaltaba la enorme masa de su cuerpo, pero era cuando habría sus gruesos labios, o antes aún, cuando te miraba con esos ojos diminutos, lo único pequeño en su cuerpo, cuando se te encogía el corazón.
Ninguno llegamos a saber su nombre, pero tampoco hizo falta nunca para nombrarlo, era aquel hombre, “el gran hombre”, el de la esquina de la barra, el que ocupaba dos sillas a la vez, el que bebía sin parar, desde que abrían el local hasta que apagaban sus luces por la noche, era el que nunca logró emborracharse por más que lo intentó día tras día.
La primera vez que lo vimos, los chicos del bar no pudimos evitar sacar toda nuestra mala leche a flote y reírnos de su aspecto, eso si, con el volumen muy bajito, éramos idiotas pero no suicidas. Ninguno le habló ese día, nos dedicamos a burlarnos a sus espaldas, señalando su culo, que rebasaba el pantalón como si fuera una presa rota que no puede contener la fuerza del agua, imaginando cuanto alcohol haría falta para tumbar un elefante como aquel, y diciendo otras sandeces por el estilo.
Fue el segundo día cuando empezó a intrigarme su presencia en nuestro bar. Salvo alguna familia despistada o algún viajante en ruta, no solía haber mucho transito de desconocidos. Era un bar de carretera, apartado y casi sin señalizar, y menos los clientes de siempre, nadie repetía su visita. Recuerdo que ese día no había ninguno de los habituales, sólo nos encontrábamos el camarero, el gran hombre y yo, así que la curiosidad pudo más y me acerqué a conocerle.
Era reservado, pero me trató con amabilidad. Tenía una expresión triste y abstraída. Me dio la impresión de que, aunque hablamos a solas durante horas, no estuviera del todo conmigo, o por lo menos como si no estuviera solo conmigo, sino que mantuviera a su vez parte de su mente ocupada en otra cosa. Aún así, rara vez se distraía de mis palabras ni dejaba de mirarme con sus pequeños ojos azules, sólo quizá cuando escuchaba abrirse la puerta del bar y dirigía hacia allí una mirada furtiva
De nuestra conversación no saqué mucha información sobre su vida, venía del este y estaba de paso, me dijo que no tenía familia, aunque pude observar la marca de un anillo en su dedo, y estaba buscando a algo o a alguien desde hacía mucho tiempo. Me ofrecí a ayudarlo en su búsqueda, pero rechazó mi ayuda con una sonrisa, hay cosas que uno debe hacer solo, me dijo. Pude comprobar también que era muy inteligente, mucho más que el resto de mis conocidos, y desde luego mucho más de lo que su tosco aspecto aparentaba. Ese día hablamos durante horas de su viaje, la gente que había conocido, los lugares por donde había pasado y las pequeñas aventuras que había vivido. Había sido el primer viaje de su vida y todo parecía asombrarle. Me hablaba de cada cosa que había visto con admiración, como quien está descubriendo el mundo por primera vez. Cuando me contó el día que paseó por Paris se le iluminaron los ojos como a un niño. Me sentí pequeño, me dijo, por primera vez en mi vida me sentí así. Con los pocos datos que me dio, deduje que llevaba casi un año viajando por media Europa y lo estaba haciendo a pié. Me pareció un locura un viaje tan largo y en esas condiciones, pero el no tenía prisa, según me dijo, ese iba a ser su primer y último viaje, y quería disfrutarlo.
Desde nuestra primera conversación nos estuvimos viendo casi a diario. Lo encontraba siempre en el mismo lugar de la barra, cabizbajo, sosteniendo una jarra de cerveza que parecía perderse entre sus manazas. Siempre se alegraba al verme, y me dedicaba una sonrisa triste y un extraño saludo en su lengua cuando me sentaba a su lado. Nuestra conversación del primer día se prolongó durante un mes. Cada vez que nos reuníamos continuaba la historia de su viaje en el punto donde la había dejado el día anterior, y poco a poco el número de su público fue aumentando. A la semana de su llegada, el gran hombre y su historia se habían convertido en la principal atracción del bar. Nos sentábamos los dos en la barra, y decenas de parroquianos nos rodeaban cada día para escuchar un nuevo capítulo de sus aventuras. Lo mirábamos todos hipnotizados, paladeando cada una de sus palabras como sopa caliente en un día de nevada. Era desde luego un excelente narrador, pero sobre todo, lo que nos maravillaba día tras día eran las expresiones de su rostro cuando describía algún lugar o a alguna persona que había conocido. En su cara se reflejaba el mismo asombro que sintió en el momento de vivir esas experiencias, y así conseguía que uno pudiera llenarse con sus mismas sensaciones y emocionarse de la misma manera que si hubiera estado alguna vez en esos sitios increíbles.
Así pasábamos las tardes en nuestro bar de carretera, olvidando nuestras pequeñas miserias y siendo felices durante unas horas gracias a aquel hombre y sus historias.
Yo creo que durante esos momentos él también era feliz, y a su vez también debía de olvidar sus penas mientras nos contaba sus aventuras, pero al terminar el capítulo de cada día, sus ojos se apagaban de repente, agachaba la cabeza y parecía recordar lo que le atormentaba, lo que le había llevado hasta nosotros desde su pequeño pueblo en el este. Muchas veces intenté que me contara lo que le hacía tan desgraciado, pero siempre me respondió lo mismo, el dolor no se comparte, el dolor es lo único que le queda a uno, el dolor es uno mismo.
De esta manera transcurrieron los días siguientes, disfrutando con el gran hombre cada vez que nos contaba una nueva historia, y viendo luego como a su término se le ensombrecía el rostro y se volvía taciturno y triste como la primera vez que apareció en el bar, siempre callado y cabizbajo, y siempre mirando de reojo hacia la puerta cuando la escuchaba abrirse.
Un día apareció por el pueblo un joven extranjero, tenía un acento del este, similar al del gran hombre, aunque su hablar era más seco y distante. Venía en un descapotable rojo acompañado de tres guapas jovencitas. Según me dijeron después no era la primera vez que pasaba por nuestro pueblo. Se corría el rumor de que era un tipo peligroso, relacionado con temas bastantes feos que nadie me pudo precisar, y paraba en nuestro pueblo cuatro o cinco veces al año de camino de algún viaje. Dada su fama, todos procurábamos evitarle, pero ese día no me di cuenta de su presencia hasta que entró en el bar. Pidió algo de beber para él y las chicas que le acompañaban, y se sentaron en una mesa. Yo me encontraba sentado al lado de mi enorme amigo, bebiendo tranquilamente y escuchando una de sus historias, cuando noté que dirigía una furtiva mirada hacia el desconocido. Al ver como apretaba los labios, como intentando dominar sus sentimientos, le pregunté si lo conocía. No respondió, giró su cabeza hacia la barra y volvió a beber. Así permanecimos callados unos minutos.
El desconocido se acercó a la barra a pedir más bebidas y el gran hombre escondió su cara entre sus manos para evitar que lo viera. Este gesto me pareció absurdo, con su enorme volumen no era precisamente fácil que pasara desapercibido, pero al mismo tiempo no pude evitar sentir una punzada de emoción al verlo, recordaba a un niño intentando esconderse del mundo con el simple gesto de tapar sus ojos con las manos.
De todas maneras, el desconocido nos ignoró por completo, recogió los vasos y volvió hacia su mesa. En ese momento, mi formidable acompañante se giró hacia mí y me volvió a hablar. Tengo que contarte otra historia, amigo mío. Pero esta vez no te hará sentir bien como las anteriores, esta es más triste y también más real.
Mientras me hablaba, no apartaba la mirada del desconocido, pero en ese momento su expresión ya no era de ira, sus ojos estaban desolados y tenía el aspecto de alguien extremadamente cansado. La inmensa mole que tenía a mi lado parecía vencida, como a punto de venirse abajo.
Esta historia acaba igual que la que he estado contando todos estos días en este mismo sitio, me dijo, y acaba también en este bar, este mismo día, en este mismo momento. Y aunque su final no te lo voy a tener que contar, si debo volver al principio para iniciarla de la manera correcta. La verdadera historia habla de una chica, apenas una niña, cansada de la pobreza de su familia, y de una familia a su vez desesperada al no poder ofrecerle un futuro. Esta historia habla del hambre, tan duro y frío que se clava en el alma, y también habla sobre la maldad, la maldad y el dolor, y también sobre la estupidez, la estupidez de la juventud, la estupidez de la valentía, la estupidez y la valentía que llevarían a una niña a huir de su casa en busca de una promesa, y la maldad de los hombres, que es capaz de transformar algo hermoso en dolor, y sobre el dolor de unos padres desesperados, y esta historia también habla de la pérdida, del vacío que se siente cuando te han arrancado el amor de cuajo, del enorme vacío que te grita por las noches, del vacío que sientes al mirar a tu esposa y ver sus ojos perdidos, y esta historia también habla del amor, del profundo amor que te lleva a cometer atrocidades, del amor que te obliga a apagar la vida de quien quieres, que te hace abrazar a quien más amas y romperle el cuello con tus propias manos para no verla sufrir más, como a un perro, como un pobre perro…
Mi amigo se echó a llorar. Intenté calmarlo, pero me apartó con su enorme mano, se levantó y siguió hablando, pero esta vez no hablaba para mí, esta vez subió la voz para que todos pudieran oírlo. …Y esta historia también habla de la obligación, de la obligación que tiene un hombre con los suyos, la que te puede llevar a hacer cosas inimaginables, que te lleva andando desde tu tierra miles de kilómetros para cumplir con tu destino, pero sobre todo, esta historia habla de la venganza, negra e inevitable como la muerte, la venganza de quien lo ha perdido todo, el grito de una vida rota que solo se puede acallar rompiendo otra vida a cambio, la venganza por una niña, por mi niña, y por una mujer, mi mujer, y por un hombre vacío y roto también.
El bar se quedó en silencio, el gran hombre se había levantado y se encontraba a un metro escaso del desconocido. Este, al verlo acercarse, sacó una pistola y la apuntó hacia su pecho. Con la mano temblorosa, el desconocido no dejaba de amenazarle con el arma y le gritaba asustado que se largara, pero mi amigo permaneció allí, de pié, rozando el techo con su cabeza y mirándolo fijamente. Desde luego unas balas no iban a poder pararlo, no al gran hombre, porque mi amigo era realmente grande, era inmenso.


Héctor Gomis
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miércoles, 21 de octubre de 2009

17 – Los tres meses en los que Don Damián fue inmortal y las increíbles aventuras que vivió en aquellos días – Capítulo III


> Leer capítulo 1


Es bien sabido que la humildad es una virtud muy escasa en este mundo. La vanidad y el orgullo han corrompido el alma de la gente por los siglos de los siglos, convirtiendo nuestro planeta en lo que ahora es, un lugar inhóspito y peligroso para las personas de buen corazón. Por ello, fue para mí una gran alegría ver una muestra de esa sabia humildad en Don Damián al pedirme que yo realizara en su nombre la primera de sus importantes tareas, la de escribir un libro. Y se muy bien que no lo hizo por pereza, mi patrón hubiera sido perfectamente capaz de vivir sus aventuras y escribirlas a un tiempo, sino que en su magnanimidad prefirió concederme ese honor, y así todos los días, mientras el dormía su acostumbrada siesta, me permitía sentarme a su lado y narrar en estas páginas sus últimas hazañas. En estos momentos, mientras paso a limpio mis apuntes, me viene otra vez el espíritu intrépido de aquel día en el que mi patrón se dispuso a llevar a cabo la primera de sus tareas, dejando un regalo en forma de árbol para las futuras generaciones.
La primera opción fue irnos a algún bosque cercano para dejar que nuestro árbol viviera con sus congéneres, cosa por otro lado muy adecuada ya que en un futuro este bosque, una vez que el mundo conociera las hazañas de mi patrón, seguramente pasaría a nombrarse bosque de Don Damián en honor a los múltiples trabajos y aventuras que se disponía a realizar y que asombrarían al mundo. Por desgracia, una vez allí, el extremo pánico que le producía la naturaleza le impidió siquiera bajar del coche, así que no tuvimos otra opción que volver a la ciudad y buscar un lugar verde, pero tampoco excesivamente verde, que nos permitiera llevar a cabo nuestro plan.
El cielo estaba oscuro y cubierto de unas espesas nubes, amenazaba lluvia, pero eso no nos amilanó, si algo he aprendido de Don Damián es que cada hombre debe enfrentarse a su destino sin importarle cualquier impedimento sobrevenido. Así que, armados de palas y con un una maceta de morera al hombro nos dirigimos a un parque cercano. Allí encontramos un pequeño parterre cubierto de césped y despejado de árboles, y mi patrón decidió que ese sería un lugar ideal para que su árbol destacara del resto. Una vez elegido el sitio adecuado y dispuestos a comenzar nuestro trabajo, empezaron a surgir los problemas. Nada más fijar la vista en el césped, mi patrón creyó ver algo moverse entre sus pies, de un salto se encaramó a lo alto de una farola y no consintió en bajar hasta que hube inspeccionado la zona palmo a palmo. Era una superficie pequeña, apenas diez metros cuadrados, pero, siguiendo las instrucciones de Don Damián, tuve que revisar cada brizna y debajo de cada hoja hasta asegurarme de que ningún insecto venenoso se encontraba allí. En la hora y media que duró mi búsqueda de animales peligrosos, durante la cual mi patrón se encontraba colgado a dos metros de altura y lanzando gritos de agonía, se fue formando un molesto grupo de curiosos alrededor, los cuales, intrigados y divertidos, comentaban la escena y se reían de mi pobre jefe. Mi patrón, estoico, aguantó las burlas de los ignorantes, demostrando un dominio de si mismo impropio de la gente normal, y cuando terminé mi inspección, bajó de un grácil salto que asombró a la muchedumbre.
Parecía que ya nada podía fallar, pero los dioses, que tantas veces han mostrado su envidia de las cualidades de los hombres verdaderamente grandes, decidieron enviarle a mi patrón un nuevo problema en forma de vigilante de estacionamiento. Este grotesco ser, debió sentir curiosidad por el gentío que nos rodeaba, y decidió dejar de poner multas por un rato para ver que ocurría.
Antes de narrar lo que aconteció en ese momento, debo hablar más largamente sobre aquel extraño personaje, quizá el más peligroso de todos los adversarios a los que Don Damián se enfrentó jamás. El vigilante de estacionamiento es una persona imbuida de un poder inmenso, ya que, además de su potestad de poner multas o incluso despojarte del coche, puede discutir con cualquier ciudadano sobre cualquier tema de urbanidad o civismo o leyes y siempre, sin ninguna salvedad, tendrá la razón en todo lo que diga. Esta cualidad debió ser implantada en sus genes desde su más tierna infancia, ya que nunca se ha conocido de uno que diera su brazo a torcer en discusión alguna. Esta característica hizo que el enfrentamiento que se produjo al encontrarse con mi patrón, dotado este de una perspicacia y clarividencia impropias del común de los mortales, desembocara en un momento épico que ninguno de los presentes podrá olvidar jamás.
La aproximación fue furtiva, mientras mi patrón y yo nos encontrábamos cavando el hoyo para plantar nuestro árbol, el vigilante se acercó por detrás, y con una voz suave nos preguntó nuestras intenciones. Don Damián, en su infinita paciencia, le explicó nuestra tarea y como íbamos a llevarla a cabo. Aunque pareció quedarse complacido con la respuesta, en realidad nuestro adversario recapacitaba sobre la mejor manera de imponer su voluntad a la de mi patrón, así que unos segundos después mostró su verdadera cara.

- ¿No sabe usted que lo que está haciendo está expresamente prohibido por las ordenanzas municipales? -dijo el vigilante.
- No creo haber aparcado en zona azul, caballero –respondió brillantemente mi patrón.
- Esto no tiene que ver con su coche, está totalmente prohibido destrozar o alterar el patrimonio de la ciudad.
- ¿Y? –preguntó Don Damián.
- Pues que es exactamente lo que usted está haciendo.
- ¿Sabía usted que la palabra patrimonio viene del latín?, es un derivado de "Patri onium", es decir lo recibido por el padre o pater, y se le define como un conjunto de cosas corporales que se transmitían de generación a generación. Se de buena tinta que este pequeño parterre lo terminaron de hacer la semana pasada, así que dudo mucho que sea un legado de generaciones anteriores.

La magnífica réplica de Don Damián dejó perplejo al vigilante de aparcamiento, y le hizo comprender que no se enfrentaba a un ignorante ciudadano cualquiera, eso le preocupó, pero no le hizo desistir, así que después de unos segundos para recomponer su discurso volvió a la carga.

- Tanto da lo que dijeran los griegos en la antigüedad…
- Los romanos –le interrumpió mi patrón.
- Bueno, los romanos, que más da…
- Pero como va a dar igual, caballero. –volvió a interrumpirle Don Damián- Sepa usted, caballero, que los griegos vivían en Grecia, hablaban griego y sus gentes se organizaban en ciudades estado independientes, por otro lado los romanos vivían en Roma, hablaban latín y se organizaban…
- Me importa un pito lo que hicieran los romanos. –Interrumpió esta vez el vigilante- Usted no puede hacer lo que pretende porque está prohibido y punto.
- Vamos a ver, cedamos los dos ante la lógica, ¿Qué es lo que esta prohibido exactamente?
- Pues estropear o modificar la propiedad pública.
- Bueno, pues al margen de que la propiedad pública, como su propio nombre indica, es para el público, en ningún caso estoy estropeando o modificando nada.
- ¿Cómo que no?, está cavando en el césped.
- Eso no es cierto, yo no estoy cavando, eso solo es parte del proceso, yo estoy plantando un árbol.
- ¿Y acaso eso no es modificar esta propiedad?
- En absoluto.
- ¿Cómo que no? –dijo el vigilante cada vez mas asombrado por la inteligencia de su contendiente.
- Claro que no, esto es un jardín ¿verdad?, y como cualquier otro jardín es susceptible de ser sembrado con una semilla que…, por ejemplo arrastre el viento, ¿no?
- Pues si, pero…
- Pero nada, yo estoy haciendo lo mismo que el viento, adornar con un precioso árbol este triste trozo de tierra.
- Ya, pero el viento es un elemento de la naturaleza, como la lluvia o el sol, contra eso no se puede legislar, pero si con lo que hacen las personas.
- ¿Y acaso yo como animal, inteligente si pero animal al fin y al cabo, no pertenezco a la naturaleza?, ¿si viniera una ardilla y cagara una semilla en este jardín la detendría acaso?
- Pues, no, pero…
- Pues por la misma razón yo, que por supuesto no estoy dispuesto a enseñar las posaderas en público, tengo el mismo derecho que esa ardilla a…
- Bueno, basta ya. Le ordeno que cese en su actitud o me veré obligado a…
- ¿A que?, ¿a ponerme una multa por aparcar mal mi árbol?

El gentío que se apiñaba alrededor prorrumpió en risas, avergonzando al vigilante y provocando que las venas de su despejada frente empezaran a palpitar.

- Esto ya se va a terminar, váyanse ahora mismo o me veré obligado a llamar a la autoridad.
- Ya me parecía a mi que usted mucha autoridad no demostraba –replicó Don Damián, volviendo a arrancar las risas de los presentes.

El vigilante de aparcamiento se fue refunfuñando y nosotros pudimos volver a nuestra faena.

El proceso fue harto complicado, nada más irse nuestra molesta compañía, apareció de improviso una lluvia fina que, aunque alejó a los curiosos dándonos más intimidad en tan especial momento, también caló el parterre y lo convirtió en minutos en un barrizal. Mi patrón, intentando olvidar el asco que le daba tanto la lluvia como pisar tierra mojada, sostenía el arbolito, mientras yo lo colocaba en el oportuno hueco, pero cuando el aguacero arreció, los espasmos corporales con los que se defendía de las gotas de agua volvieron imposible la tarea. A cada respingo de Don Damián seguía la caída de un puñado de hojas, y como estos eran rápidos y continuados, antes de lograr colocarlo en su sitio, el árbol quedó tan pelado como la cabeza de mi madre, que en paz descanse. Así que, cuando por fin quedó plantada, la maldita morera más bien parecía un triste gusano medio retorcido. Mi patrón y yo, guarecidos bajo un paraguas, nos quedamos mirando en silencio el pobre resultado de nuestro esfuerzo. Yo estaba muy decaído, y apunto estuve de ponerme a llorar, pero Don Damián, agarrando fuertemente mi hombro, me dijo al oído: “No te preocupes amigo mío, ese árbol vivirá, crecerá y se volverá fuerte y robusto, y dentro de muchos años, cuando ya seas un anciano, podrás traer a tus nietos a este mismo lugar y hablarles de mí bajo la amplia sombra que dará nuestra morera.”
Fueron unas palabras preciosas, si señor, dulces y reconfortantes, lástima que no llegara nunca a cumplirse su predicción. Una vez más, como a un moderno Sísifo, se le volvió a caer la roca nada más subirla a la montaña, y así, cuando disfrutábamos de nuestro triunfo, exiguo quizá, pero triunfo al fin, la fría sonrisa del vigilante de estacionamiento apareció en escena.

- Bueno, veo que no han acatado mis órdenes –dijo el ladino.
- Por supuesto que no. Mi compañero y yo solo obedecemos las órdenes de la razón y la lógica.
- ¿Ve usted agente?, es un delincuente muy escurridizo –indicó el vigilante a un guardia civil que traía agarrado del brazo.
- Primero suélteme usted, ¡Narices! Mira que es usted pesado, todos los días dándome la vara con esto y con lo otro. A ver, ¿Qué cojones pasa aquí?

El guardia civil, después de imponer orden con sus gritos, dedicó a Don Damián una mirada de enojo, y mi patrón, después de observarle atentamente, dedujo enseguida que nada podría hacer para razonar con aquel personaje.

- Vamos a dejar las cosas claritas -añadió el guardia-, me estoy calando con la lluvia, hoy he tenido un día muy jodido, y no me gusta nada que me toquen los cojones por tonterías.
- Nada más lejos de mi voluntad que el manipular sus testículos, caballero. Aquí, mi amigo y yo sólo intentábamos plantar un árbol en este jardincito vacío y olvidado.
- ¿Lo ve capitán?, ¿lo ve? Es muy escurridizo –le dijo el vigilante al oído.
- ¡Déjeme usted en paz la oreja! Si yo fuera capitán iba a aguantar sus tonterías su padre. ¡Me cago en mi vida! Vamos a ver, ¿todo este follón es por esa mierda que hay ahí plantada? –preguntó el guardia señalando lo que quedaba en pié de la morera.
- Exactamente, oficial. Estos individuos, saltándose las ordenanzas municipales, y aunque yo personalmente se lo había prohibido, han destrozado la propiedad pública y además….
- Vale, vale, vale, ya me lo ha contado veinte veces de camino –le interrumpió el guardia- ¿y se puede saber por qué han elegido ustedes este barrio para venir a tocarme los cojones con su arbolito?
- Le repito que en nuestro ánimo nunca ha estado el palpar sus genitales. Solo elegimos este trozo de jardín porque estaba vacío, y un árbol lo alegraría. Nunca, en ningún caso, pensamos en agraviarle con nuestras manos en sus órganos, eso no sería razonable ni decente.
- ¿Ve sargento?, se va por las ramas y no acata, no acata. Este hombre no cumple con la ley. Debe usted hacer algo.
- Ay, Dios mío, y acabo de empezar mi turno –se lamentó el guardia.

El guardia civil suspiró, se frotó los ojos con sus rechonchas manos, volvió a suspirar y mirando a mi patrón añadió con desgana:

- ¿Y no se han parado ustedes a pensar que igual este jardín está así de vació porque el jardinero ha decidido que así debe de ser?
- Por supuesto, pero si la estupidez o la incompetencia de un servidor público determina que una cosa esté mal cuando debe de estar bien, cualquier ciudadano en su sano juicio tiene la obligación de subsanar el error.
- Vamos a ver, veo que esto va a ser largo, les advierto que tengo mucha paciencia, pero no es infinita. ¿Por qué no cogen su árbol y se van a plantarlo a otra parte?, probablemente tengan más suerte y no les vea ningún cotilla, y si no es así, por lo menos le tocarán los cojones a otro que no sea yo.
- No señor, esa no es solución. El acto que han realizado es ilegal, y su deber es impedírselo o incluso detenerles por vandalismo, y añado que su velada alusión a mi persona llamándome cotilla no es en ningún modo correcta, y aún más, puede ser motivo de sanción si doy parte a sus superiores y…
- En la primera parte estoy de acuerdo con el cotilla –interrumpió Don Damián con una sonrisa-, desde luego no es solución llevarnos el árbol. Si arrancamos sus raíces del suelo, el pobrecito podría morir, y para nada habría servido nuestro trabajo. Además, estoy seguro de que el jardinero se alegrará grandemente cuando vea nuestro árbol adornando su jardín. Nadie en su sano juicio desdeñaría la belleza y harmonía que proporciona la naturaleza.

Para no aburrirle, querido lector, con el largo desarrollo de la discusión, le indicaré que durante aproximadamente una hora, mi patrón y el ruin vigilante de aparcamiento se enzarzaron en una disputa dialéctica extremadamente violenta, aunque brillante y verdaderamente estimulante. En sus alegatos, Don Damián informó a los presentes de lo dura que es la lucha en la naturaleza y lo difícil que lo tienen los distintos seres que la componen por sobrevivir, habló también de la injusticia que sería el quitar la posibilidad a las generaciones venideras de disfrutar de tan bello ejemplar de morera, y discutió firmemente por el derecho de todo hombre a mejorar su entorno en la medida de sus posibilidades, y siempre y cuando mantuviera uno el orden geográfico establecido (esto último no he logrado descifrar que significa, pero debe ser muy importante, ya que hizo gran hincapié en ello). Por su parte, el astuto vigilante enumeró las ciento cincuenta ordenanzas que, según él, habíamos violado, así como otras treinta que a su vez estaba quebrantando el guardia civil al no intervenir de manera inmediata y prestarle su ayuda.
Cada vez que el agente de la ley intentaba integrarse en la discusión, el vigilante o mi patrón cambiaban el rumbo de la misma, llevándola a vericuetos más y más enrevesados, y por supuesto, fuera del corto alcance de sus entendederas. Este, frustrado y envidioso de tan grandes y privilegiados cerebros, fue alterándose más y más, hasta acabar explotando. Con la mirada vidriosa y su cara hincada y encarnada como el culo de un mandril, dijo a voz en grito:

- ¿ Y no podría ser que el pobre jardinero encargado de este trozo de tierra, tenga en su casa una foca de mujer, un cuñado gorrón y una bruja de suegra que le hacen la vida imposible, se quejan siempre por todo y convierten sus días en una miseria continua, y luego va a trabajar y su superior, que es veinte años más joven y además es idiota, le manda a hacer los trabajos más estúpidos, y acaba teniendo que aguantar todos los días pirados como ustedes dos, o chivatos como el imbécil de la gorra, y se levanta cada mañana pensando en la gran mierda en la que se ha convertido su vida y las ganas que le entran de subirse a un campanario, coger su arma reglamentaria y liarse a tiros contra todo bicho viviente, para acabar saltándose la tapa de los sesos?, ¿no creen que podría ser?, ¿y si así fuera, creen que un jodido y escuchimizado árbol de mierda serviría para animarle lo más mínimo? ¡No!, cada vez que viera un jodido y escuchimizado árbol de mierda como el suyo lo tiraría abajo a patadas, le prendería fuego y luego cagaría en sus cenizas, porque ese pobre desgraciado no querría ver nada bonito cuando fuera a trabajar, porque ver algo hermoso le recordaría que en su vida no hay absolutamente nada parecido, solo mierda, mierda y gente decidida a tocarle los cojones. Exactamente igual a mi mierda de vida y a vosotros, tocacojones, que aguantaros es peor que un dolor de fimosis. En otros tiempos os habría fusilado a los tres por menos que esto.

El guardia civil interrumpió su alegato y comenzó a llorar como un niño. Así estuvo durante un buen rato, llorando y escurriéndose despacito hasta acabar sentado en el suelo. La brillante e intelectual discusión que había presenciado fue seguramente más intensa de lo que podía soportar su débil razonamiento, y ante tan grandes contendientes no pudo más que rendirse.
Cuando el vigilante intentó que se levantara, el pobre hombre, hundido y desesperado, cogió su pistola y la apuntó hacia sus ojos.

- Ni se te ocurra volver a hablarme. Si lo haces te vuelo la cabeza. Iros de aquí, largo de aquí todo el mundo. Cuando consiga levantarme al que vea cerca le pego un tiro. La vida es una gran mierda, y vosotros no sois más que las moscas que revolotean a su alrededor. Si os vuelvo a ver os espantaré a balazos.

Como desgraciadamente la razón y la lógica no tenían cabida ya en ese lugar, mi patrón y yo decidimos huir, y no paramos de correr hasta llegar a su hotel.
Esa noche mi patrón no volvió a abrir la boca. Cuando lo metí en la cama y le dí su tazón de leche aún temblaba como un niño, y después, cuando al fin consiguió dormirse, le escuché llorar en sueños y repetir una y otra vez “eso no ha sido nada lógico” y “el árbol mantenía un orden geográfico establecido” (esto último, como ya comenté, sigo sin saber que significa).

A modo de epílogo de este capítulo, añadiré que nada más volvimos a saber de aquel guardia civil, en cambio, desgraciadamente si que tuvimos que enfrentarnos en posteriores ocasiones al vigilante de aparcamiento, y en cuanto a nuestra pobre morera, al día siguiente, y con no poco miedo en el cuerpo por si acababa con una bala entre ceja y ceja, me acerqué a aquel funesto jardín, y en el lugar donde, con tanto trabajo, conseguimos plantar nuestro árbol encontré un puñado de cenizas, un tricornio y una gran mierda encima.


Héctor Gomis
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