viernes, 18 de septiembre de 2009

16 - Seres inferiores

Cuando los vi sentí aprensión. Estaban sucios, vestían unas ropas estrafalarias y raídas, y sus cuerpos, apenas huesos recubiertos de piel, estaban llenos de heridas y ronchas. Lo que antes debió ser una pareja atractiva, o así quizá quiero imaginarlo, se habían transformado en un par de muertos vivientes de ojos hendidos y mirada perdida.

Como cualquier otro ciudadano de bien, me cambié de acera en cuanto los vi. Con ese simple gesto les demostré mi superioridad, yo soy una persona de bien, con familia, casa, coche y cuenta corriente, y ellos solo eran chusma, suciedad, desperdicio social. Por eso hice con ellos lo mismo que hago cuando encuentro una caca de perro en la acera, los esquivé y me alejé rápido para que no me llegara el mal olor.

La casualidad quiso que horas después los encontrara sentados en un portal justo en frente de mi balcón. No tenía nada importante que hacer aquel día, así que dediqué un par de horas a observarlos. Eso me hizo sentir bien. Desde la seguridad de mi sacrosanta casa podía mirarlos como si lo hiciera con monos en el zoo, con la posibilidad de espiar su comportamiento y sin peligro de que se me acercaran demasiado.

No pude oír lo que se decían pero veía perfectamente todos sus movimientos. Uno de ellos, el chico creo que fue, sacó varias cosas de una bolsa de plástico y las dispuso a su alrededor. Pude distinguir una botella de cerveza medio vacía, una lata de olivas y un trozo de pan. La chica entonces colocó un pañuelo de papel en la acera a modo de mantel y así fue organizando un improvisado picnic. Una vez estuvo todo colocado en su sitio, se sentaron uno enfrente del otro y empezaron a comer. Parecían extrañamente felices y charlaban animadamente mientras comían y bebían muy despacio, como queriendo alargar todo lo posible aquella frugal merienda. Comieron, bebieron, hablaron y rieron durante un buen rato, nada les importaba el mundo a su alrededor. De repente, un señor gordo apareció por la esquina y, unos pasos después, tiró una colilla al suelo, cuando la vio, la chica se levantó y cruzó la calle, la cogió del suelo, limpió la boquilla con la manga de su jersey y se la puso a su chico en los labios. El chico sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban, se abrazaron y la besó tiernamente en los labios. Creo recordar que nunca me he sentido mas mezquino que aquel día, mezquino y desdichado.


Héctor Gomis
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15 – Mi hobby

Siempre procuro empezar despacio, sutilmente. Lo más importante es que no se note el veneno, hay que introducirlo poco a poco, sin que la victima descubra su destino hasta que ya sea demasiado tarde. En ese momento es cuando me descubro, enseño mi verdadera cara y me deleito con el terror pintado en sus ojos. Normalmente no reaccionan, tardan demasiado en asimilar su situación, y cuando lo hacen ya es irremediable, Sus caras se contraen formando una mueca muy divertida, sus pupilas se dilatan, los labios tornan su color a un azul pálido, y luego, poco a poco, puedo observar como se les escapa la vida. Algunos se mean encima, eso no me gusta, rompe la magia del momento, pero ya he aprendido a ignorarlo. Lo importante es quedarse con esa última imagen, el momento justo en que se traspasa la puerta y se apaga la vida. Ese es el momento que no hay que perderse, si no todo lo demás pierde el sentido.
Hace tiempo que distraigo mi aburrida vida con esta ocupación, y me ha procurado grandes momentos de placer. No se que hubiera hecho sin mi pequeño divertimento, seguramente me habría vuelto loco. Y lo más extraño es que todavía no se por qué lo hago, al principio creía que tenía un significado, un fin, pero realmente sólo es algo que me distrae. Todavía no he encontrado nada que me proporcione más paz que ver como una vida se apaga, y claro, como a la gente no le da la gana morirse sola, no tengo más remedio que ayudarlos. Se que no se me comprende, y que se dirán muchas cosas feas de mí, pero no hay que darle más importancia que la que tiene. De pequeño hacía lo mismo y nadie me decía nada, cuando quemaba hormigas con la ayuda del sol y mi lupa, a mis padres les parecía algo divertido e ingenioso, ¿y acaso no son también criaturas del señor?
Se que tarde o temprano alguien me descubrirá y no podré continuar. Cometeré algún error estúpido, probablemente por la tensión del momento, y dejaré alguna pista que les lleve hasta mí. En ese momento me encerrarán y me impedirán volver a matar. Será un fastidio, me tocará buscarme otro hobby. Igual me pongo a estudiar solfeo, puede ser divertido, aunque desde luego, nunca será lo mismo.


Héctor Gomis
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14 – La proposición

- Desde luego, es cierto que no soy lo que pensabas, pero eso no te derecho a tratarme así. He sido totalmente sincero contigo y creo que merezco una oportunidad para que me conozcas mejor.

- Si estoy de acuerdo contigo, pero es que lo que me propones me parece llevar este tema al límite, y no estoy dispuesta a eso.

- Siempre me ocurre lo mismo, creéis ser especiales y así os describís ante los demás, pero luego me encuentro medianías, aburridas y tristes mediocridades fingiendo ser lo que no sois.

- Oye, no me llames esas cosas que yo no te he insultado. Una cosa es querer jugar, experimentar cosas nuevas, liberarse de la monotonía y salir del sexo ortodoxo establecido por esta sociedad represiva, pero todo tiene un límite.

- Vamos a ver niña, ¿Qué es lo que ponías en tu anuncio?

- Pues lo que leíste, busco a alguien especial para convertirme en su esclava y someterme a sus deseos, que me domine y que me haga descubrir un nuevo mundo de dolor y placer, y bla, bla, bla. Ya lo sabes de sobra.

- ¿Y yo que te ofrecí?

- Eres un pesado, ¿quieres que te lo vuelva a repetir?

- Si, por favor, no creo que sea mucha molestia ya que vas a dejarme plantado a las primeras de cambio.

- Pues era algo así como…, a ver…, si, caballero muy experimentado busca ninfa (o algo así) para adentrarla en el oscuro mundo del dolor y placer eternos. Era algo así, ¿no?

- Más o menos, ¿Y acaso no te ofrezco lo mismo que ponía en el anuncio?, yo creo que es todavía algo mejor y más intenso, las experiencias que te puedo proporcionar poca gente en el mundo sería capaz de ofrecértelas.

- Si ya te he dicho que estoy de acuerdo contigo, pero no me puedo comprometer a tanto. Lo que tú necesitas no te lo puedo dar. Yo busco a alguien dispuesto a azotarme, anillarme los pezones y echarme polvos mientras me insulta, algo más normal, sin complicaciones. Pero chico, lo tuyo es muy fuerte.

- Pero si será solo un momento, te prometo que será rápido, casi no te darás cuenta.

- Que no pesado. No estoy dispuesta y no creo que lo vaya a estar nunca. Además, me tengo que ir ya. Si quieres, ya hablamos por el chat. Nos vemos.

- Se ha ido, así sin más. ¡Que descaro!. Ya no hay respeto por nada en esta sociedad. Parece mentira como ha cambiado el mundo. ¡Mierda de Facebook y mierda de góticas!

El vampiro siguió maldiciendo mientras observaba como se alejaba la chica.


Héctor Gomis
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13 - La fiesta

Yo tenía un gato gris, un delgado y elegante gato gris. Lo quería con locura, probablemente más que a la mayoría de las personas de mi entorno. Nunca le puse nombre, simplemente lo llamaba “gato”. Era el único gato en mi vida, así que no tenía que distinguirlo de otros. Así era, simplemente “gato”, el único gato en mi vida, ¿para qué ponerle nombre?

También tenía una mujer. Se llamaba Lucia, pero yo la llamaba guapa. La llamaba así porque era guapa, porque era guapa y porque era mía, como el gato.

Ni mi guapa ni mi gato eran míos en propiedad. Los dos eran míos porque querían serlo, como yo de ellos. Y dejarían de serlo cuando ellos quisieran. Si mi guapa quisiera dejar de serlo, cogería las maletas y me abandonaría dando un portazo, y si mi gato quisiera ser el gato de otro, o quizá el gato de nadie, simplemente saldría por la ventana y se iría sin despedirse, ese era nuestro trato, esa era toda mi vida.

Por lo demás, nada considerable poseía, algunos objetos inútiles, una sólida reputación que no me sirvió para nada de provecho, bastante dinero ahorrado que jamás disfruté, y un puñado de conocidos que nunca fueron más que eso, conocidos.

He descubierto en estos días que estoy desapareciendo. Tener consciencia de un hecho así te hace replantearte toda tu vida. He comprobado que realmente no voy a echar de menos demasiadas cosas, quizá lo más triste de esta situación es darme cuenta de que el noventa por ciento de mi vida me la podría haber ahorrado, reuniones con gente que detestaba, conversaciones absurdas, personas intrascendentes, sexo maquinal y aburrido con desconocidas, trabajos rutinarios…, tiempo perdido, irremediablemente perdido, estúpidamente perdido.

Desde que empecé a desaparecer hablo en pasado sobre los seres que quiero, aunque sigan aquí, a mi lado, ya los siento muy lejos. Los veo todos los días por casa, pasando junto a mí, hablándome, pero al mirarlos tengo la sensación de estar observando una antigua película casera. Ahora entiendo a mi madre cuando, al poco de morir mi padre, pasaba las horas con sus viejas fotos, evocando lo feliz que un día fue. A mi me ocurre lo mismo, no puedo reprimir las ganas de observar a Lucia. Disfruto de su presencia y al tiempo sufro cada vez que la veo, como un bello recuerdo que ya nunca volveré a vivir. Con mi gato es distinto, creo que ha sido el primero en darse cuenta de que ya no estoy con ellos. Hace días que no se me acerca, ni me lo encuentro en la puerta esperando mi llegada, ya no busca mi regazo cuando hace frío, ni acude a mis llamadas. Su actitud me duele, pero la entiendo, desde luego la prefiero a la de mi mujer, ella sigue empeñada en mantener mi presencia. Siempre fue una mujer muy obstinada y no se resiste a perderme, aunque de sobra sabe que eso ya es imposible, hace mucho que empecé a difuminarme y ahora soy una pálida imagen de lo que fui, en pocos días ya no quedará nada de mí, solo el triste muñeco que es mi envoltorio.

Con la perspectiva que da mi situación, he comprendido que cualquier intento por evitar mi desaparición es inútil, inútil y doloroso. Solo espero que mi mujer lo entienda más pronto que tarde y sea capaz de sobrellevarlo lo mejor posible. Yo ya lo he aceptado, con tristeza pero serenidad, y, al fin y al cabo, puedo estar orgulloso de algo, mi mujer nunca se fue dando un portazo, ni mi gato quiso ser el gato de nadie más, al menos eso lo hice bien.

Ahora solamente me queda una cosa por hacer, seguir el consejo que un viejo amigo me dio e irme antes de que acabe la fiesta, porque no hay nada más triste que ser el último en marcharse de una fiesta y ver que ya no queda nadie a tu alrededor.


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miércoles, 9 de septiembre de 2009

12 – La mancha


Ese día yo me encontraba en la oficina, mirando absorto una mancha verde que había salido en el techo. Era una mancha alargada y serpenteante, y me pareció ver en ella la silueta de un viejo delgado y barbudo apuntándome con el dedo. Pasé horas mirando aquella mancha, intrigado con aquel señor de barbas que no dejaba de señalarme. Traté de imaginar por qué me miraba de aquella manera, ¿sabría quizá algún secreto sobre mí que ni yo conocía?, ¿me acusaba tal vez de algo imperdonable que hubiera hecho? No tenía idea de la causa, pero la mancha me intrigaba y me repelía a un tiempo.

Intentando sacar de mi cabeza aquella imagen, bajé la mirada, encendí el monitor de mi ordenador y me dispuse a continuar con mi trabajo. Estuve un buen rato repasando la contabilidad y realizando algunas gestiones al teléfono, era un trabajo tedioso, pero no me importaba, mientras mis dedos tecleaban mecánicamente, el recuerdo de mi mujer, tal como la había dejado al marcharme a trabajar, dormida y desnuda en la cama, me reconfortaba. Era la mejor imagen del día, el hermoso cuerpo de mi mujer bañado por el sol de la mañana. Seguí trabajando con aquella imagen flotando en mi mente, ya tranquilo y feliz, cuando mis ojos se desviaron un momento hacia el techo. El viejo de la pared me devolvió una mirada torva. Allí seguía, observándome y señalándome impasible, con una sonrisa burlona en su rostro que parecía mofarse de mí. Un escalofrío recorrió mi espalda al volverlo a ver.

Me levanté y moví una planta de sitio para tapar aquella visión, pero fue aún peor. Ya no veía la mancha, pero sabía que el viejo estaba ahí, esperando, vigilándome y apuntándome con su huesudo dedo. Volví a traer a mi cabeza la imagen de mi mujer, y traté de recodar el momento en el que me quedé apoyado en el quicio de la puerta, observándola mientras me tomaba un café. Ese fue un momento delicioso, y rememorándolo pude olvidar por unos segundos el miedo irracional que estaba sintiendo por culpa de aquella mancha. El café caliente en mis manos, el silencio de la mañana, mi cama, y durmiendo en ella todo lo que quería en este mundo, eso era más fuerte que cualquier temor estúpido.

El extraño hilo que enlaza los pensamientos me llevó a unos instantes antes de que me tomara aquel café, cuando lo estaba preparando, y luego saltó a unos minutos después, cuando salí de casa, y de repente me asaltó la duda de si apagué el fuego de la cocina después de hacer el café. Siempre he sido muy maniático con esas cosas, y jamás se me había olvidado hacerlo después de usar la cocina, como tampoco nunca salí de casa sin haber echado antes el cerrojo, pero en ese instante me era imposible recordar el haber cerrado la espita. Decidí llamar a casa y avisar a mi mujer para que lo revisara. Marqué el número de mi casa y esperé, pero nadie respondió. Nervioso, me levanté del sillón y paseé por la habitación con el teléfono al oído. Me sentía impotente y tenía miedo de que algo hubiera pasado por mi culpa, no me lo perdonaría nunca. Mientras esperaba una respuesta del otro lado de la línea, una mirada furtiva se me escapó hacia el techo. El viejo seguía allí. Su expresión parecía más cruel que antes y su sonrisa más siniestra. Su dedo se mantenía firme ante mí. Se estaba riendo de mí, se burlaba de mi angustia. Parecía conocer las dudas que me mortificaban y se regocijaba. Una cuarta llamada y seguía sin contestar nadie. El temor se había transformado en certeza, estaba seguro de que algo malo, horrible, había pasado en mi casa, y el viejo surgido de la mancha estaba ahí para recordármelo y disfrutar con mi sufrimiento. En un ataque de ira, me subí a una silla y arañé la mancha con mis dedos. Me arranqué dos uñas y dejé mis yemas en carne viva, pero logré arrancar la mancha de la pared. Cansado me dejé caer en el suelo y me puse a llorar

Minutos después, el teléfono sonó. Era la voz de mi mujer.


Héctor Gomis
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