martes, 14 de abril de 2009

3 - El abismo


Mientras corría a través del bosque, el pánico se iba apoderando de mí. Ya los tenía cerca, me llegaban sus voces entre los troncos de las hayas. Sus gritos y los ladridos de los perros de presa se clavaban en mi cerebro confundiendo mi razón y llenándome de terror. Las luces de sus linternas creaban unas sombras siniestras que parecían moverse a mi lado, intentando agarrarme, señalando mi culpabilidad con sus zarpas negras.
Mis piernas eran fuertes, pero mi pecho ardía a cada respiración, sabía que mis pulmones no aguantarían mucho más.
Continué subiendo la montaña intentando olvidar a mis perseguidores. Quizá, si conseguía llegar a la cima sin que me atraparan, tendría una posibilidad descendiendo el acantilado. No soy un escalador muy experimentado, pero estaba seguro de que no se atreverían a acercarse al filo del abismo.
En mi pueblo la gente tenía una mentalidad atrasada y crédula. Sus cabezas estaban llenas de leyendas y miedos ancestrales, pero a mi no me afectaban todas esas majaderías, yo soy un hombre práctico, inteligente, no se me asusta tan fácilmente.
Pobres paletos supersticiosos, cuando lleguen a la cumbre quedarán paralizados de terror y yo podré bajar el acantilado, tirarme al mar y alcanzar a nado mi barco.
Mis pensamientos me hicieron olvidar el tremendo esfuerzo que me costaba seguir avanzando entre los arbustos. Cada paso era un tormento, las ramas me arañaban y se clavaban en mi carne arrancándome aullidos de dolor y rabia, y mi ropa, mojada por la lluvia, parecía pesar más a cada metro.
A pesar del cansancio y los tormentos, me sentía feliz. Estaba seguro de salir bien de esta aventura. Sólo unos metros más y me libraría de mi castigo. Medio pueblo seguía mis pasos intentando lincharme, y al final escaparía delante de sus narices.
Con estas cavilaciones en mi mente, seguí corriendo más animado, incluso comencé a silbar una antigua canción que me enseñó mi padre, era bonita pero muy triste, que me evocaba días más amables y felices.
Así avancé unos metros, hasta que de repente, un dolor intenso atravesó mi pierna. Unos colmillos se habían clavado en mi pantorrilla y forcejeaban desgarrando los músculos. Caí al suelo y, luchando contra el horror que me producía la bestia, alcancé una rama del suelo y le golpeé con fuerza. Lanzó un aullido, pero no me soltaba. Creí desfallecer, pero los sonidos de la avanzadilla de rastreadores hicieron que reaccionara. Partí la rama y cogí la parte más afilada, doblé mi espalda acercándome a la pierna atrapada y clavé el filo en un ojo del animal. Murió en el acto. Lo agarré del hocico y conseguí separar sus dientes de mi pierna. Con gran esfuerzo, me levanté y seguí avanzando. Sólo faltaban algunos metros, unos pasos más y estaría a salvo.
Un momento después, detrás de mí llegó el llanto de un hombre, debía ser el dueño del perro. Me volví y pude verle, a penas a cien metros, de rodillas en el suelo, llorando y maldiciéndome.
No hacía falta que me maldijera, ya estaba maldito desde esta mañana, cuando hendí un cuchillo en el cuello de mi padre, y antes aun, desde el día que empecé a odiarle.
Lo odié, y aún lo odio, profundamente, desde mis entrañas. Todavía veo su cara, mirándome fijamente mientras perdía la vida, no expresaba miedo ni extrañeza, sólo pena. Hasta el mismo día de su muerte sintió pena por mí, y eso me hizo odiarlo aún más.
Ya veía el filo del abismo, mi salvación. Cojeando, me acerqué al borde y me dejé caer al suelo. No hacía falta correr más, no se acercarían hasta aquí.
Sentado en el suelo esperé que llegaran las gentes del pueblo. No tardaron en dejarse ver, cuchillos en mano y sedientos de sangre.
Un hombre se adelantó del grupo, se volvió hacia los demás y les hizo detenerse.
Se encontraban apenas a diez metros de mí, podrían haberme despedazado sólo avanzando unos pasos, pero sabía que no lo harían.
El improvisado cabecilla dijo a los demás que regresaran en paz, había llegado al abismo y él se ocuparía de mí. Clavó su cuchillo en el suelo y escupió en mi dirección
Me levanté y los observé mientras se alejaban. Cuando sus figuras desaparecieron entre los árboles, comencé a reír. Se habían ido, volvieron sus pasos hacia el pueblo y me habían dejado libre. Bueno, libre no, me habían dejado en las manos del “Abismo de los condenados”, donde los culpables pagaban sus deudas, donde nadie se atrevía a acercarse por temor de que sus pecados fueran castigados. El recuerdo de las viejas historias sobre el abismo empañó fugazmente mi alegría, y un escalofrío recorrió mi espalda. Durante unos minutos quedé en silencio esperando que algún acontecimiento extraño, sobrenatural ocurriera. Pero nada pasó, sólo el viento silbando entre las ramas. Luego volví a reír, reí como un loco, chillando y aullando como un lobo, llamando a gritos al abismo para que viniera a por mí, insultando a mis perseguidores por su estupidez. Sólo eran cuentos de viejas para asustar a los niños, burdas patrañas.
No sé cuánto tiempo pasé riendo en la cima de aquel monte, debieron ser unos segundos pero me parecieron horas. Al final, con la garganta agotada, callé, me tranquilicé y me dispuse a bajar hasta el mar.
Me aproximé al precipicio para comenzar el descenso, y de repente, una ráfaga de aire elevó mi cuerpo medio metro del suelo. Me sostuvo así unos instantes, parecía como si una mano enorme e invisible estuviera jugando conmigo. El terror se apoderó de mí. Las viejas y absurdas historias eran ciertas, y el abismo me había atrapado; sabía que no tenía ninguna esperanza. El viento rugió, azotando los árboles, y llegó desde el bosque hasta la cima donde me encontraba arrastrando una nube de hojas y polvo.
Un segundo después me encontré, suspendido en el aire sobre el mar, viendo bajo de mí las afiladas rocas donde se estampaban las olas. Lancé un alarido y comencé a caer.
Mientras mi cuerpo se abate contra las rocas, no puedo borrar de mi mente la expresión de profunda pena de mi padre y esa antigua cancioncilla que me enseñó cuando era pequeño.


Héctor Gomis

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